Quería estudiar historia y dedicarme a la arqueología, para desenredar la madeja que es la historia de la humanidad. Quería saberlo todo.
Quería recorrer el mundo en busca de tesoros maravilloso, y correr mil aventuras.
Quería conocer todas y cada una de las increíbles y alucinantes leyendas que pueblan la historia de la humanidad, y descubrir finalmente que algunas eran algo más que leyenda.
Quería manejar el látigo como nadie
Quería llevar sombrero de exploradora, y empuñar una pistola con ese arte con que sólo el Dr. Jones sabe hacerlo.
Quería correr más que los malos, porque todo el mundo sabe que los malos son mucho más lentos.
Quería repartir justicia armada sólo con mi gran sentido del humor y mi fina ironía, y con esa media sonrisa que derrite a todo el mundo.
Quería salir viva de las situaciones más inverosímiles, y ganar siempre. Porque todo el mundo sabe que los buenos siempre ganan. Y yo, claro, quería ser “de los buenos”.
Quería tener una vida llena de incertidumbres, aventuras, pasión…
…Y luego crecí.
Y me di cuenta de que estudiar historia y dedicarme a la arqueología podía ser muy bonito… pero que lo mismo me podía morir de hambre (aunque luego decidí ser periodista que para el caso, ya ves…)
Descubrí que la mayoría de las leyendas son cuentos chicos (o mayas, o aztecas, o de donde toque) y que los grandes tesoros arqueológicos ya se ha encargado el British Museum de esquilmarlos a gusto.
Asumí que no soy ni de lejos una atleta, y que es muy posible que los malos, aunque fuesen lentos –cosa que no siempre es verdad- terminasen por capturarme. O que terminase por saltarle un ojo a alguien de tanto latigazo sin ton ni son.
Comprendí con tristeza que posicionarte en el bando de los buenos no te garantiza ni de lejos el triunfo… y lo que es aún peor, no siempre es fácil distinguir qué bando es el de los bueno.
Así que decidí madurar.
Me marché a estudiar a Madrid, terminé una carrera horrible e inútil que me permitió ejercer una profesión maravillosa pero igualmente inútil a la hora de pagar los recibos. Regresé a mi tierra, encontré un trabajo más o menos decente, me independicé, hice la compra en el super con regularidad, me compré un coche, abrí un blog… Me forjé una vida agradable, bonita y que, la verdad, para qué mentir, me gusta.
Y un buen día, mi chico y yo salimos una noche y compramos dos entradas de cine. Nos sentamos en la fila 9, junto a otra pareja que parecía muy agradable. Compramos un paquete de palomitas gigantes y un refresco XXL de naranja, y, cuando las luces se apagraron…
…cuando las luces se apagaron redescubrí mi yo más infantil, más pueril… más feliz. Redescubrí por qué Indi y yo siempre seremos uno. Redescubrí por qué siempre he querido llevar sombrero de aventurera -¿pero existe algo que imprima mayor halo de misterio y sex appeal?-. Redescubrí mi lado más lúdico y me descubrí a mi misma disfrutando de una super producción de Hollywood de esas que hacen temblar las paredes con el dolby surround.
Y no voy a contaros nada de la película, porque a los que Indiana Jones les erice la coronilla querrán ir a verla, y a los demás les importa un bledo, seguro.
Sólo voy a decir que anoche P. y yo volvimos a casa cantando a gritos el famoso “ta-ta-ra-tá, ta-ta-rá,-ta-ta-ra-tá,-ta-ta-rá-tá-tá”, y agitando los brazos como si restallásemos el látigo como nadie lo ha hecho antes.
Y yo volví a creer que las leyendas siempre tienen algo de cierto, y que hay mil tesoros esperando a ser descubiertos y que, definitivamente, yo correría más que los malos.
Ayer me metí en la cama sonriendo, convencida de que, aunque se hayan empeñado en hacernos creer lo contrario, al final siempre ganan los buenos.