Si a caso, una vuelta a los orígenes más que acertada, al menos a mi entender, y que en realidad no supone sino una reafirmación de la propia personalidad.
En los últimos días los mentideros, corrillos, cortes y demás cuadrillas de analistas reales y estilísticos se han desgañitado anunciando a los cuatro vientos, para bien y para mal, un cambio de gustos y de formas en el fondo de armario de la plebeya más real del mundo: la princesa Letizia.
Letizia –me vais a permitir que la tutee, porque soy republicana y porque yo la conocí como compañera de profesión antes que como esposa del príncipe de Beckelar patrio-, es en esencia lo que diríamos “una mujer de hoy”.
Treintañera con profesión reconocida más allá de su puesto en la heráldica nacional, divorciada de su primer amor, enamorada de su actual santo,… una fémina preocupada por su aspecto que irrumpió en la vida de sangre azul tinta vestida de Armani y que ya antes se asomaba cada día a la caja tonta de millones de españoles vestida como cualquiera de nosotras lo haría: camisas de cortes sencillos e impecables, pantalones sastres, taconazos cuando podía, bailarinas cuando la ocasión requería “plano”…
A mi me gustaba esa Letizia, lo confieso. Me gustaba la mujer de carácter que le pidió a su prometido que no la interrumpiese delante de millones de personas. Yo habría hecho lo mismo (lo de mandarlo callar, digo. Lo de casarme con el principito es un sacrificio superior a mis fuerzas).
Como paso bastante del tema monárquico en general, y de la prensa que lo trata en particular, no seguí demasiado de cerca las andanzas estilísticas de la recién reconvertida princesa, y me quedé con la imagen que me había formado en sus primeras apariciones: el maravilloso Caprile rojo, que estoy segura de que tiñó del mismo color a la mayoría de sus “competidoras”, aquel traje chaqueta blanco con cuello chimenea, la imagen de Letizia subida a un tanque con un pañuelo graciosamente colocado sobre su cabeza en su desplazamiento a Irak como reportera…
Y un día, encendí la televisión a media tarde y me tropecé con una vieja. Así de claro lo digo. Y encima los periodistas que ocupaban esa hora en la parrilla se empeñaban en afirmar que aquella mujer demacrada, con demasiada sombra de ojos y demasiado poco rimel, vestida con las cortinas del palacio de Buckingham y subida a unos zapatos horrorosos en la forma y en el fondo, era “Doña Letizia”.
Pues “Doña Letizia” igual era, pero Letizia Ortiz no era ni de coña, vamos.
Aquella mujer no era una chica de su tiempo, vestida como tal. Era un maniquí disfrazado de reina de los 60 en pequeñito. Un horror rancio, poco favorecedor y totalmente fuera de lugar.
Aquellas imágenes dieron mucho que hablar en mi círculo de amistades. Los más estrictos seguidores del protocolo aseguraban que el cambio era necesario. Yo, que ya sabéis que vivo del protocolo, no lo vi nunca de ese modo. Una cosa es no ir a una recepción el a Zarzuela de vaqueros y tirantes, y otra bien distinta es disfrazarte de lo que no eres. Y si hay algo que Letizia no es, es rancia, al menos estilísticamente hablando. Y ese fondo de armario –que debería haberse quedado, como su propio nombra indica, en el fondo, muy, muy en el fondo- era rancio hasta la saciedad.
Hace unos días, un vestido verde manzana desataba las alarmas: ¡!!La pincesa se desmandaba!!! ¡¡¡Todos a sus puestos!!!
Al oír tanto revuelo me acerqué a las imágenes, y lo que vi fue a una mujer de treinta y tantos con un vestido maravilloso y unos zapatos aún más maravillosos. Moderna, favorecida, elegante, y lo que es más importante, adecuada… sin disfrazarse.
Después llegaron los peep toe con plataforma interior, y luego el mini vestido de corte saco en negro y esas sandalias maravillosas de la muerte que las quiero para mi pero ya de ya.
Los más clásicos se hicieron cruces –poco adecuado, demasiado arriesgado, nada protocolario…-. Los más progresistas alabaron al cielo –moderna, elegante, una nueva Letizia…-.
Y yo, que no soy ni una cosa ni la otra –que para eso soy gallega, qué coño- no estoy de acuerdo con ninguno de los dos bandos. El look que Leticia ha lucido es sus últimas apariciones públicas sí me parece adecuado, sí me parece correcto, sí me parece protocolario… pero no es nuevo, amigos. Es más viejo que la tana. Concretamente, tan viejo como lo es Letizia en sí misma.
Este “presunto” nuevo look no es sino una vuelta a los orígenes, a los colores, a los cortes favorecedores, a los complementos con charm… a la Letizia que me conquistó –estilísticamente hablando- con aquel pañuelo tan graciosamente colocado sobre su cabeza en su reportería en Irak.
Yo, republicana convencida, y dejando al margen cuestiones de otra índole, voto SÍ a este retorno al mundo fashion del que nunca jamás debió salir… ¿Y vosotr@s? ¿Qué opináis?