Puede parecer una gilipollez de proporciones astronímicas, pero en realidad es una afirmación que no todo el mundo puede hacer.
Yo, a punto de cumplir los 30, puedo.
El pasado sábado mis amigas organizaron una cena. No estábamos todas las que somos, pero sin duda éramos todas las que estábamos.
Tengo la inmensa, la extraña suerte de contar con un grupo de amigas extenso y heterogéneno, donde lo más parecido son precisamente nuestras diferencias. Nada que ver unas con otras. Casadas, solteras, arrejuntadas, altas, bajas, morenas, rubias… ni si quiera tenemos el mismo gusto con los hombres. Y aún así hemos permanecido unidas –altibajos al margen- durante décadas, así, en plural, que los treinta se ciernen ya sobre nosotras.
Nos conocimos de niñas y nos reconocimos de adultas, porque no somos las mismas.
El sábado cenamos juntas –y juntos, porque nuestras parejas, al menos algunas, estaban allí- y al salir del restaurante nos fuimos a tomar una copa. Y entre sorbo y sorbo desentrañamos la verdad de la idiosincrasia femenina, sin darnos ni cuenta.
Allí estábamos nosotras, ideales, maquilladas, manicuradas, peinadas, pedicuradas, bien vestidas… y allí estaban, debajo de esa capa de autoestima bien labrada, todos nuestros complejos adolescentes y nuetros temores juveniles.
Allí estaban el culo gordo, la tripa flácida, el pelo graso, la piel seca, las piernas hinchadas, los tobillos gruesos… pero ya no los veíamos. Ni los nuestros ni los de las otras –que, dicho sea de paso, algunas no vimos nunca-.
Charlamos de cremas, de lacas de uñas, de comprar zapatos de tacón alto y de combinar morado con crudo, y nos dimos cuenta de que, afortunadamente, ya no somos las adolescentes inseguras que fuimos.
Nos miramos al espejo, y reconocemos lo que vemos. Y si no nos gusta, le echamos azucar, que quita las penas y alegra la vida. Si es en un mojito, más.
Porque con los años hemos aprendido a perdonarnos nuestros defectos y a ensalzar nuestras propias virtudes, y la que no tiene unos ojos preciosos tiene una piel envidiable, o un trasero que quita el hipo. Y el resto, ni lo vemos, ni lo ven.
Somos lo que hemos querido ser. Y no todo el mundo puede decir eso.
Con los años, he aprendido a quererme. A caerme bien. A perdonarme. Y por lo que veo, es una de las ventajas generalizadas de la edad: nos volvemos más optimistas con respecto a nosotros mismos, y comenzamos a disfrutar de un embalaje que nos ha venido de serie pero que puede mejorarse notablemente con los tacones adecuados y el corte correcto de jeans.
A mi , personalmente, ha dejado de dolerme la cabeza cuando salgo de compras. Si la talla 40 no me entra, cojo sin pudor una 42, y asunto arreglado. Si los vaqueros de corte bajo me sientan como un tiro, busco unos de tiro alto, y solucionado.
Ya no me duele nada, ni un poquito, reconocer que soy adicta a los cosméticos. Los pruebo todos, sí ¿y qué pasa?. Esos 15 minutos que dedico a mi cuerpo cada mañana y cada noche son mios, sólo mios, y de nadie más. Y esos 50€ que mi Visa soltó en la´ultima crema los estoy disfrutando uno a uno.
Ya no me importa quemar la Visa de cuando en vez porque me he enamorado sin remedio de ese bolso, de ese vestido, de esos pumps sencillamente increíbles. Es mi dinero y me lo gasto en lo que quiero.
Ya no tengo que justificarme ante nadie, y menos ante un espejo que al final ha terminado por ser más amigo que enemigo, y que me devuelve una imagen que, imperfecta y todo, me gusta. Quizas porque me la he construído yo misma a base de crearme un estilo, y de creerme a mi misma.
El sábado pasado nos tomamos unas cervezas, y unas cuantas tandas de camembert frito, y todas estábamos estupendas porque realmente nos veíamos así.
Es lo que tienen los años, que curan casi todos los complejos.