SIDA. Así, sin paliativos.

“De los menores de 35 años contagiados de SIDA, un tercio son homosexuales”


Con esta frase cerraban ayer a mediodía la pieza del Telediario de TVE que anunciaba el Día Internacional Contra el SIDA, que se celebra el 1 de diciembre.

Y yo escuché la frase mientras le daba un bocado a mi atún rojo con algas –es que ahora me ha dado por la cocina experimental… pero eso os contaré otro día- y me quedé tiesa.

Se ve a P. le pasó lo mismo, porque los dos nos miramos al tiempo y fue como un flash… “eso significa que dos tercios son heterosexuales” dije yo. “O sea, que la mayoría de los contagios de SIDA entre los jóvenes del siglo XXI se producen entre los heterosexuales”, apuntó P… y tenía razón.

Me preocupó sobremanera la noticia, no tanto por las cifras –alarmantes siempre, sean las que sean- sino por el contexto en el que la situaban.

En nuestro mundo occidental y consumista donde el Estado del Bienestar es todavía una realidad, pese a quien pese, el SIDA se ha convertido en una enfermedad crónica, con todos los pros y contras que eso conlleva. El “pro” más evidente es la mejora de la calidad de vida de los enfermos, y por supuesto, de su “cantidad” de vida. Un enfermo de SIDA en 1985 tenía muchas probabilidades de morir joven. Hoy en día, su esperanza de vida a penas se ve reducida en un quinquenio –cinco años- si tiene acceso a la medicación adecuada. O sea, si vive en occidente y tiene seguridad social, en casos como España, o un buen seguro médico, en casos como Estados Unidos.

Pero la “cronificación” del SIDA tiene también sus “contras”, menos visibles pero no menos importantes. Hemos convertido el SIDA en algo “ajeno”, con lo que costó que nos diésemos cuenta de que era un problema de todos, que nadie estaba a salvo en su pareja monógama heterosexual. Vemos el SIDA como algo lejano y, al mismo tiempo, como una enfermedad que, al no resultar ya mortal, ha perdido pegada mediática, y con ella impacto social. Y eso es un error muy peligroso.

Basta con recuperar la frase que encabeza este post para darnos cuenta de que, con el paso del tiempo, con la normalización de la enfermedad, hemos vuelto al comienzo, como la pescadilla que se muerde la cola.

Cuando el SIDA brotó a la luz pública se la calificó de “Enfermedad Homosexual”. Se daba por hecho que una pareja heterosexual, por promiscua que fuese, no podía contagiarse.

Con los años y las evidencias abrimos los ojos. El SIDA podía tocarte a ti también. Mejor poner condón de por medio, no fuese a ser… Incluso llegamos a comprender que las relaciones sexuales no eran la única vía de contagio, aunque sí la más frecuente, seguida de cerca por el intercambio de jeringuillas en la etapa de las drogas intravenosas, y por algunas prácticas pseudo-médicas poco o mal controladas.

Pero todo pasa, y todo queda, que decía el maestro Machado, y pasaron los días, los años, las décadas… y el SIDA se quedó. Se quedó como estaba en el tercer mundo, donde el contagio es masivo, donde los retrovirales no existen, o no se sabe dónde están, o sencillamente cuestan un Potosí para quien sobrevive con medio céntimo al día… y se quedó convertido en molesto pero tolerable compañero de viaje en un primer mundo que pensó “si no puedo derrotarlo, al menos que él no me derrote”. Y con este pensamiento hemos crecido una generación entera, la que ahora comienza a copar puestos y vida.

Cuando éramos niños el SIDA-NODA adornaba las paredes de nuestros colegios. Ahora que somos adultos, los mismos que a los 15 asegurábamos estar concienciados con respecto al SIDA firmamos piezas de informativo con datos como el que encabeza el post. “De los menores de 35 años contagiados de SIDA, un tercio son homosexuales”. Volvemos a darle a la rueda una vuelta más. Pensamos "El SIDA, esa enfermedad lejana, si no soy homosexual ni vivo en el Congo, malo será… "

Y sí, malo es un rato. De cada tres personas menores de 35 años contagiadas de SIDA en España, dos podrías ser tú. No lo olvides.



SUENA EN MI I-POD: El viernes estuve en el Ovidio, nuestro bar de cabecera, y Pedro me puso un par de temas de “Playing for Change”, un disco grabado en mil y un sitios, con versiones magníficas de clásicos del pop y el rock. Es un disco coral en el sentido más estricto de la expresión: voces y formas de interpretar tan diferentes como similares en su fondo; la música como unión, nunca como elemento de separación.

Echad un ojo al video en el que se versiona el “Stand by me” de Ben E. King. Pone los pelos de punta tanto sentimiento.

THE MUSEO DEL PRADO X FILES -para mear y no echar gota, vamos-

Trirururirururiruri ri ri ri


Vale. Escrito no tiene ni puñetera gracia. Pero si lo leéis con musiquilla captareis la idea… poneos en el papel del agente Mulder, o de la agente Scully, el que más con convenga. Yo, personalmente, me pondré en el papel de la amante buenérrima y super lista del agente Mulder, así que ese papel no lo pidáis que ya está cogido.

Imaginaos que os llaman por teléfono vuestros superiores y os dicen:

“Mulder, Scully, tenemos un Expediente X en el Museo del Prado. Cogeos un vuelo charter que no están los tiempos para first class”.

Entonces vosotros, que sois muy obedientes, cogéis el vuelo. Si sois Mulder, antes me lleváis a mi de compras para que pueda viajar a Madrid con el guardarropa adecuado. Aterrizáis en Barajas con dos o tres horas de retraso, esperáis las maletas en la cinta 19 aproximadamente dos días, hasta que concluís que su desaparición puede deberse a otro Expediente X (Esto es porque no sois españoles. Si lo fueses, sabríais que es cosa de Iberia, que las ha mandado a San Petesburgo, para despistar. La mía no la pierden que para eso escribo yo). Y luego cogéis un metro atestado de madrileños cabreados para bajaros en el Paseo del Prado. Después de saltar tres o cuatro zanjas, de perder un 35% de oído por culpa de los claxon despiadados de los taxistas, y de dejaros medio tacón –en el caso de Scully, se entiende- en una baldosa mal colocada, entráis por la puerta del Museo del Prado.

Como la mitad de los trabajadores de recepción no hablan inglés os veis obligados a recurrir a los servicios inestimables de la guapa e inteligente novia de Mulder (o sea, yo), que habla español perfectamente porque en el fondo es más española que la tortilla de patata. Y gracias a ella descubrís que vuestro caso está en el sótano, en los archivos.

Una vez allí, el director del museo se explica como puede

“Pues verán, les hemos llamado porque han desparecido 926 cuadros”

“Vaya… es un caso grave”

“Sí, sí, gravísimo. Ni se lo imaginan, porque claro, a ver cómo le explico yo ahora al jefe que estos cuadros han desaparecido”

“No se preocupe, investigaremos el caso. Cuéntenos. ¿Desaparecieron todos a la vez?”

“No hombre… bueno… supongo que no, claro”

“¿Y a qué tipo de fenómeno nos enfrentamos? ¿Un desvanecimiento? ¿Una animalización? ¿Una transmutación física?”

“Ein???”

“Que dice aquí el buenorro este que si los cuadros se han volatilizados o qué”

“Ahhhh… no, no… vamos, no creo. Es que al hacer inventario nos hemos dado cuenta de que faltaban”.

“¿926 cuadros? ¿Y nadie ha visto nada sospechoso?”

“No”

“Pero vamos a ver. Si los cuadros no han cobrado vida, si ningún ente extraño ha sido visto, si no hay rastro de ectoplasma ni de presencias sobrenaturales de ninguna índole… todo hace indicar que aquí a lo que nos enfrentamos es a un robo”

“Cierto, Mulder. Veamos, ¿Es el archivo del Prado una zona abierta al público?"

“Hombre, pues no”

“¿Y existe algún tipo de control sobre quién tiene y quién no tiene acceso a esta zona del Museo?”

“Sí, claro, sí… a ver, que esto es un museo serio y respetable, en los archivos no entra cualquiera”

“O sea, que aquí sólo entran un número reducido de personas, que además registran su entrada y su salida. O sea que nos enfrentamos a un número reducido de sospechosos. Lo extraño es… que falten tantos cuadros y nadie haya notado nada… no sé… ¿son piezas de pequeño tamaño?”

“Algunas”

“¿Cómo que algunas? No estará usted insinuando que algunas de las piezas robadas no caben bajo una gabardina”

“Bueno, depende de la gabardina”

“Explíquese”

“Pues no sé… si es la gabardina de Falete, o la de King África, pues igual…”

“Scully… definitivamente nos enfrentamos al caso más extraño de nuestras carreras. El Expediente X por antonomasia: la gilipollez supina de los directivos españoles en general, y del del Museo del Prado en particular”.

Luego Mulder me coge de la cintura y me planta un beso de tornillo que quita el sentido. Y fin de la escena.

Podría parecer un chiste de El Jueves, o incluso el guión de una nueva entrega de Mortadelo y Filemón. Pero resulta, queridos míos… que es ESTRICTA Y COMPLETAMENTE CIERTO.

El Museo de El Prado ha perdido 926 obras de su pinacoteca, entre las que se encontraban obras de Carlos Haes, Rembrandt, Caravaggio o El Greco, entre otros. Si pincháis aquí podréis leer toda la información de la que dispone la revista Tiempo, que hace público el Expediente X en su publicación de noviembre.

Y lo raro no es que falten, no… lo raro es que las autoridades reconozcan que serán “difíciles de rastrear”… no me jodas, hombre. A ver, si en el archivo del Prado trabajan, no sé… 100 personas… pues habrá que rastrear a esas 100 personas, y casi casi me juego el cuello a que, aparezcan o no los cuadros, aparecerá el culpable. Si es que… mundo este, de verdad.



SUENA EN MI I-POD: Descubrí a Vetusta Morla casi por casualidad, y la verdad es que su disco “Un día en el mundo” tiene algunos de esos temas que se te clavan en las meninges y te obligan a canturrearlos una, y otra, y otra, y otra vez. “Copenhague” es mi último descubrimiento dentro de su Lp, y me parece un tema extremadamente visual. No sé por qué, pero cuando escucho su letra veo clarísimamente una película en mi cabeza. Y no, no estoy loca… o no demasiado, vamos.

"DE" COSPEDAL, "DE" DUDAS... VAMOS, "DE" TODO UN POCO.

Qué notición, amigos, qué notición.



La super representante popular María Dolores de Cospedal no siempre se ha llamado así. Manda huevos, que diría su colega Trillo.

A ver, que nadie se me rasgue las vestiduras. No es que Lola fuese Lolo antes de ser la mujer más liberal de entre los no liberales. No es eso, amigos. Es más sencillo, y, por ende, mucho menos glamouroso.

La más progre en las bancadas de los conservadores, la mujer que fue madre soltera dentro de un partido que no aprueba la adopción entre las parejas homosexuales, la guapa, la lista, la que rompió moldes, la encargada de otorgar al principal partido de la oposición un aire renovado y joven, más acorde con los tiempos, hizo en su juventud algo tan poco elegante como cambiarse el apellido.

Y no es que se apellidase González, y, tratando de evitar alusiones al ex-presidente socialista, decidiese dar la vuelta a su razón social y colocar el apellido materno delante. No, señores, no… es que como María Dolores Cospedal sonaba como de barrio, pues se dijo ella “mira, si le ponemos un “de” por en medio le damos un aire como más aristocrático”… y ala, allá se fue ella con su traje chaqueta de diseño y su tacón –que bien calza siempre esta chica- la registro civil.

“El 145”

“Soy yo”

“Dígame”

“Oiga, mire, yo es que quería ponerme un “de””.

“Muy bien, ¿y dónde lo quiere?”

“Pues he pensado que delante del primer apellido”

“Ah, pues estupendo… a ver… María Dolores De Cospedal… ¿así es correcto?”

“Sí, sí, perfecto. Es que queda mucho más señorial, ¿no cree usted?”

“Pues no sabría decirle, señora, yo es que soy Pérez, de los Pérez de toda la vida”

“Ah… bueno, ¿y qué le debo?”

“Pues son 1.500 pesetas. Si quiere, puede pagar directamente 2.000 y ya le reimprimimos el DNI y el Pasaporte”

“Ah, pues estupendo. Muchas gracias”

Y así fue como Lola Cospedal pasó a ser María Dolores de Cospedal.

No me diréis, queridos Bloggers, que no es un asunto como para darle a la neurona. Porque a ver, por un lado, mi mente maligna acostumbrada a poner a parir a casi todo y casi todos, me dice que lo de añadir la aristocrática y rancia partícula al apellido no deja de ser una muestra de pijerío y estupidez sin precedente, por muy legal que sea. Y por otra, pienso que es injustísimo acabar así con las esperanzas de la gente.

Porque yo era de las que creía que la Cospedal era una muestra de modernidad y avance dentro del PP… y ya no estoy tan convencida. No me parece a mi que este tipo de cambios de nomenclatura sean muy “de renovación”, vamos… que los veo como rancios oye.

Aunque bien pensado, hay más de uno y de una por ahí que presume de rancio abolengo y de apellido compuesto cuando en realidad lo que han hecho es añadir un maravilloso guioncito entre los dos apellidos de toda la vida, y colocar detrás el segundo paterno, y andando… por no hablar de quienes colocan “y” donde toda la vida hubo una I más latina que la J.Lo. Es lo que tiene ser “bien”, que requiere mucho mantenimiento.

Yo, personalmente, soy de los Nieto de toda la vida. Sin “de”, sin “y” y sin nada de nada. Vamos, pueblo llano de los de andar por casa. Es algo que me atormenta, no os creáis, porque en el fondo sé que nunca llegaré a ministra con el PP… y puede que tampoco con ningún otro partido (salvo que me decante por IU… pero en ese caso quizás sea todavía más improbable que llegue a ministra… en fin…)

La noticia del cambio de apellido de María Dolores (de) Cospedal saltó a los medios hace unos días, y después de provocar en mi risas y descojonamiento general a partes iguales, la hilaridad dio paso a la indignación, porque, por otro lado… ¿no es realmente una solemne estupidez que el apellido (retocado o no) de un político de más que hablar que su quehacer diario? ¿o es directamente síntoma de lo mal que andamos en cuanto a capacidad crítica? ¿es que no hay nada más importante de lo que hablar en los medios considerados serios? No sé… ¿no ha hecho nada la SGAE últimamente que merezca su escarnio, o algo así?

El caso es que ayer le daba yo vueltas a este asunto mientras realizaba algunas tareas en casa, y tropecé en mi Factbook con una propuesta de Lucía. Lucía es una joven pero reconocida diseñadora que tiene su tienda “Pekas World” en la calle Orzán, zona en la que vivo y en la que compro, consumo y paseo. Lucía gritaba y pataleaba ante la insistencia de algunos vecinos de denostar el barrio constantemente asegurando que en él no hay más que prostitución, peleas y drogas, una percepción que ni de lejos se corresponde con la realidad de una calle que, como digo, conozco muy bien, y en la que, si bien es cierto que hay prostitutas, no existe conflicto real entre estas y los vecinos y comerciantes, al menos, no con todos.

El caso es que Lucía ha creado una plataforma en Facebook
(buscadla, se llama “Yo también disfruto del Soho Coruñés (y las putas no son un problema)), pensada para dar un impulso a una zona en constante rehabilitación. Y mientras me adhería al grupo, a mi mente calenturienta le dio por pensar… ¿Qué pasaría si a todas las putas de nuestra calle les diese por añadir partículas “dignificadoras” en sus apellidos? ¿Cambiaría la percepción de la gente? ¿Nos volvemos más dignos y elegantes cuando un “de” precede nuestro Suárez de toda la vida? ¿Estarían esos vecinos que tanto gruñen (y que me apuesto el cuello a que pasear, pasean poco por esta zona) encantados de contar con “señoritas de compañía”? ¿O les daría lo mismo llamarlas así que “putas”, como las llaman ahora? ¿Por qué no protestan igual por los clientes de “Los Cedros” (coches de lujo, traje y corbata) que por los del “Petit Mon Amour” (Supermiriafloris, chandal de táctil)?

¿Es el triunfo social, en definitiva, cuestión de aportar rancio abolengo a nuestro estatus?

Y lo que es más importante… ¿si me cambio el nombre y paso a ser María de Nieto me contratarán como asesora de la Cospedal?

Ains… todo en esta vida es “de” dudar, y “de” dudar…


EDITO...

Para recuperar una sección que dejé atrás hace meses, por motivos personales (no me daba el tiempo para vivir, menos para escribir), pero que quiero volver a poner en marcha


SUENA EN MI I-POD: Un temazo de James Hunter, una de esas voces del rock&roll clásico que merece la pena descubrir. "The hard way" está incluída en su álbum homónimo de 2008, y merece la pena 100%



MALOS PELOS

Soy una persona impulsiva.



Siempre lo he sido, una arrebatada de tomo y lomo que se corta el pelo al 2 sin pestañear y se deja medio sueldo en un par de zapatos que le han robado el corazón desde el luminoso escaparate de la boutique de turno. Yo soy así, qué le vamos a hacer.

Por eso, cuando hace aproximadamente cuatro años tuve un “día de malos pelos”*, mi solución inmediata fue cortar por lo sano. Literalmente.

* Los “días malos pelos” son una característica de la vida femenina intrínsecamente ligada a ella, que propician que, un buen día, sin previo aviso, tu pelo se encrespe como el de un electroduende y decida que ni de coña piensa hacer lo que tú quieres. Las puntas irán hacia donde ellas quieran, te saldrá un remolino en la coronilla y el flequillo se re rebelará abombándose como cuando Sensación de vivir estaba de moda.

Llevaba entonces un bob más bien larguito con flequillo, muy Vicky Becks en su buena época capilar (solo que antes que ella, que conste. Entonces ella llevaba una horrible melena despeluchada), pero aquel fatídico día mi maravilloso bob parecía una ensaimada mal hecha.

Así que me planté en la primera peluquería que me salió al paso aquel terrible y ventoso martes de finales de septiembre, y mes pedí que me cortaran el pelo. Y lo hicieron. Me dejaron “rara, rara, rara”, entre huevo tipo Calimero y casco de moto, pero al menos estaba bien peinada y era cómodo, así que tiré millas. Como encima me marchaba de viaje un par de días más tarde, pues me consolé pensando en lo cómodo que sería.

Al regresar del viaje mantuve el corte como pude aproximadamente un año, cortando regularmente para evitar el “largo calimero”, y tiñéndo para cambiar un poco… algo de color… un baño de brillo… pufff, qué aburrimiento de pelo.

Un buen día, harta del corte insulso y poco favorecedor, me planté en una peluquería de renombre y me puse en manos de Breo, quien, casi llorando, accedió a cortarme el pelo… mucho. Muchísimo. Tanto, que a penas se me despegaba de la cabeza.

El corte era bonito, pero no me favorecía nada de nada, la verdad… aunque cuando comenzó a crecer, y tras un nuevo viaje, probé suerte en otra peluquería. Tinte negro, matizar los mechones para darle movimiento… et voilà! De repente tenía ese corto chic y afrancesado que me encantaba… pero que, como todos los cortos, crecía demasiado rápido. En a penas unas semanas el corte maravillosamente chic se convirtió en un espanto y volví al temido “largo Calimero”.

Cada mes o mes y medio jurada por Dior que lograría dejarme melenita de nuevo… y cada mes o mes y medio mi pelo llegaba a lo que tan sabiamente Ely ha denominado “largo Reina Sofía”, ese largo que no es largo… pero que tampoco es corto, y que le sienta fata a todo el mundo… incluida la Reina Sofía.

Así que, cada mes o mes y medio sucumbía, y volvía a la peluquería a que las expertas tijeras rehiciesen el corto que se había desfigurado, y lo dejasen de nuevo monísimo… pero corto, al fin y al cabo…

Hasta ayer. Ayer, después de pensarlo, repensarlo, consultarlo y reconsultarlo, y después de dos horas sentada pacientemente en mi sillón de Nona´s, mis peluqueras de cabecera rehicieron mi antigua melena a golpe de extensión.

No más cortos muy cortos, no más largos “Reina Sofía”, no más estilos “Calimero”… mi melenita ha vuelto a su ser, justo por encima del hombro, como debió haberse quedado aquel fatídico martes de finales de septiembre, cuando un “día de malos pelos” desató mi impulso asesino de melenas.

Ahora sólo espero ser capaz de domar mi nueva cabellera durante los meses que me acompañará, mientras permite a mi pelo natural crecer para que, cuando me las retire, mi cabeza haya vuelto a su propio ser… para que luego digan que ser mujer es fácil.

NATURALEZA VIVA

Sin maquillaje.



A mi me parece un alarde de valentía absolutamente innecesario. Por el amor de Dior, yo, que no soy “ser humano” hasta que no me tomo dos cafés y me pongo medio kilo de rimmel en las pestañas.

Pues así, sin maquillaje alguno, han posado algunas de las mujeres más bellas del país para la Revista Elle del mes de Noviembre, que me encontré en mi buzón al regreso de mi viaje a Tallinn.

Bueno, sin maquillaje y sin PhotoShop… pero esto último ya me parece menos meritorio, más que nada porque el común de los mortales no suele retratarse con PhotoShop así en el día a día… otra cosa son las fotos de los bodorrios y demás familia, pero eso es tema aparte.

Desde la satinada portada me sonríe una Patricia Conde magnífica… qué digo magnífica… una hija de puta que te cagas, vamos. Porque estoy segura de que en muchos países es ilegal tener ese aspecto sin maquillaje. Yo, sin ir más lejos, llevo hoy un modelito ideal y muuuuuuucho más make up, y a estas horas tengo peor aspecto. Igual a las 09.00 lucía igual de lozana, pero avanzada la mañana es otro gallo el que canta, queridos.

Y claro, me parece a mí que esto justo, lo que se dice justo, pues no es.

Tú abres el
Elle, ojeas las fotos de la Pataky, de Paz Vega, de Vicky Martín Berrocal… y te dan ganas de cortarte las venas con el pincel del lápiz de labios, vamos. Es que, definitivamente, el mundo es muy pero que muy injusto.

Yo, después de ver estas instantáneas, he llegado a la conclusión de que las mujeres, así, en general, podemos catalogarmos en dos grupos: las que son de belleza natural, y las que necesitamos muuuuuucha ayuda para parecer bellezas medias naturales.

El primer grupo engloba a esas mujeres que están guapas a las 9 de la mañana, a las 3 de la tarde y a las 11 de la noche. Si se ponen un vaquero y una camiseta raída, parecen “encantadoramente hippies”. Si se ponen un vestidazo con pumps de tacón de 15 centímetros, parecen “naturalmente sofisticadas”. Si están tiradas en el sofá con un catarro de los que hacen época, arropadas por diez mantas nórdicas y sepultadas bajo un pijama de hello kitty con más bolitas que el árbol de navidad de casa de Farruquito, parecen “tan dulces e inocentes”… vamos, que dan un asco que te cagas.

El segundo grupo, en el que me encuentro irremediablemente inmersa, lucah contra natura por parece bella, cuando, desengañémonos, es del montón… y no voy a aclarar de qué montón concreto. Si nos ponemos un vaquero y una camiseta raída, en lugar de parecer “encantadoramente hippies”, parecemos sencillamente unas tiradas. Si nos ponemos un vestidazo con pumps de tacón de 15 centímetros, en lugar de parecer “naturalmente sofisticadas”, parecemos lo que somos, o sea, unas tiradas disfrazadas de señoras sofisticadas. Y si estamos tiradas en el sofá con un catarro de los que hacen época, arropadas por diez mantas nórdicas y sepultadas bajo un pijama de hello kitty con más bolitas que el árbol de navidad de casa de Farruquito, … bueno, en ese caso es más que probable que nadie nos vea. Es más, si somos verdaderamente conscientes de nuestra pertenencia a la categoría B, hasta habremos echado de casa a nuestro santo, para evitar que tenga pesadillas por la noche.

Las mujeres que asumimos nuestra irrevocable pertenencia a la categoría de “belleza no natural”, terminamos, con los años, por dominar las técnicas para parecer naturalmente bellas. Un buen maquillaje, aprender a caminar con tacones, cuidar hasta el hastío el corte de pelo, no salir jamás –y donde he he escrito jamás he querido escribir nunca jamás never in the life- sin un poco de blush y rimmel de casa (aunque sea a tirar la basura. Si ya te has desmaquillado, que la baje otro, o que huela a pescado la cocina hasta mañana, vamos). Cosas como esa.

Mi truco personal para sentirme bella es la ropa interior, por mi contradictorio que pueda parecer, por aquello de que no la ve nadie más que tú… bueno, y a quien se la quieras enseñar, claro.

Hace años descubrí que los días que me ponía conjuntitos de ropa interior especiales, con encajes, colores bonitos, a juego con mi ropa… me sentía más sexy, más guapa… y transmitía esa sensación a los demás. Así que, desde hace un tiempo –sobre todo desde que mi sueldo me lo permite- invierto ingentes cantidades de dinero en lencería, hasta que he logrado desterrar para siempre de mi cajón las bragas de algodón blanco y los sujetadores básicos. Desde hace un año, más o menos, toda mi ropa interior puede entrar en la categoría de lencería. Y lo mismo sucede con mis pijamas. Hasta los de invierno. Rasos, sedas, algodones suaves mezclados son seda… siempre te sientes más guapa con un pantalón de seda color champang y una camiseta de algodón y lycra negro que con un esquijama de franela gastado, por muy calentito que sea.

Otra terapia, al menos para mi, son los buenos complementos. Joyas –cuando puedo-, buenos zapatos –si puede ser con taconazo-, bolsos de piel… cada día me convenzo más de que, para las que necesitamos de cierto artificio para lucir, los buenos complementos y las prendas con buenos cortes son, más que un deseo, una necesidad. En mi caso, puedo tener mala cara, haber dormido mal e incluso estar cabreada, que si me encaramo a mis tacones y me calzo al brazo mi bolso de piel, soy una mujer nueva.

Pero ellas no, amigas, “ellas”, las bellas, las que son tan naturales como el yogur, pero menos blanquecinas, son hermosas como rosas aunque estén sin depilar. Qué asco, por el amor de Dior.

Me queda el consuelo, eso sí, de que la grandísima Dita Von Teese jamás posaría sin maquillaje para una portada, por muy buena que fuese la causa. Ella es el vivo ejemplo de que hay mujeres bellas, y mujeres que consiguen ser bellas. Algún día entraré en el segundo grupo.

PERDER EL AUTOBÚS -o el mal karma elevado a n-

He vuelto… he vuelto para aprender.



Esa es la conclusión a la que he llegado esta mañana, cuando, después de una semana de desconexión absoluta, me he subido al autobús de camino al trabajo.

Tallinn, queridos bloggers, es una capital maravillosa. Una ciudad que merece la pena visitar y cuyos habitantes –tod@s alt@s, todos rubi@s, tod@s con los ojos azules- sonríen constantemente a los guiris que, como yo, pasean embelesados por sus callejuelas empedradas, o piden cerveza local en sus cientos de bares y restaurantes acogedores.

Fue un viaje encantador y divertido, en el que me reí mucho, comí mucho, bebí mucho, caminé mucho… todo a lo grande.

Todo… menos el regreso. El regreso ha sido un porrazo con la realidad.

Esta mañana, todavía encaramada a mi nube de “la vida es bella, ergo I´m”, y portando mi nueva adquisición –un bolso de Bimba&Lola de piel de cocodrilo en negro intenso- me subí al autobús urbano número 4 camino de la estación de autobuses.

Iba leyendo la novela de chic-lit que dejé a medias antes de partir, “Cenicienta siempre quiso un wonderbra”, de Noe Martínez, una escritora orensana con un sentido del humor tan gallego que embelesa, y, de repente, justo cuando una de las tres mujeres protagonistas estaba a puntito de ser feliz, el autobús se para, mientras el conductor suelta una serie de improperios descalabrantes hasta el hastío.

Levanto la vista del libro y me tropiezo con la calle Juan Florez cortada por obras. Así, a la brava. Sin aviso en prensa, sin que nadie supiese nada de nada. Sencillamente alguien había decidido colocar unas vallas amarillas cortando el paso por la única ruta de acceso a la Estación de Autobuses desde dos calles más atrás.

Después de cinco minutos de discusión surrealista a través de la emisora interna “muévete hacia atrás y tuerce a la izquierda”, “no puedo, tengo otro autobús detrás”, “pues bájate y dile que se mueva”, “mejor llámale tú por la emisora, que así no me bajo”… el operario de las obras en cuestión decidió bajarse de su chimpín para apartar la valla y dejar pasar a los dos autobuses… yo creo que lo hizo porque se dio cuenta de que nada ni nadie apearía de su burro al conductor de mi 4, que se empeñaba en que de allí no le sacaba si un holocausto nuclear.

A consecuencia de todo esto llegamos a la estación cinco minutos más tarde de lo previsto, y con un mareo considerable como propina, porque claro, si llegas tarde lo que tienes que hacer es meterle zapatilla al asunto y dar las curvas como si fueses el hijo bastardo de Fernando Alonso y Kimi Raikkonen puesto de éxtasis.

Así las cosas, cuando llegué al andén de donde parte el autobús que cojo cada mañana a las 07.25, había una considerable cola de personas esperando su turno para subir. “Qué raro” pensé “No suele ir tan lleno este autobús”.

Mi sorpresa se vio aclarada en cuanto uno de los muchos pasajeros me preguntó si ese era el autobús que pasaba por Pastoriza.

“No, este va por Meicende”, respondí.
“No, no, este es el de Pastoriza, que va con retraso” aclara el caballero que se situaba justo delante de mi.
“¿Retraso? Pero si son las 07.20 y no sale hasta las 07.25” digo asombrada
“No, pero es que este es de las 07.10, que aún no ha salido”

Un poco descolocada miro el cartel del frontal del autobús y compruebo que no estoy equivocada. El de las 07.10 –con el mismo destino final pero diferente ruta- no ha debido salir, por el motivo que sea, y este es, efectivamente, mi autobús. Trato de explicar su equivocación al señor que va delante de mi, pero pasa de mis aclaraciones totalmente, así que decido meterme en mis asuntos y sencillamente sentarme a terminar mi novela mientras llego al trabajo.

Cuando llevábamos ya media ruta hecha, una de las pasajeras, completamente fuera de sí, se levanta hablando por el móvil e increpando al conductor al mismo tiempo. Insiste –no sé muy bien a cual de los dos interlocutores- en que la han engañado, que ese no es su autobús, que lleva años cogiéndolo y que el conductor se ha equivocado de ruta.

El bueno del hombre trata de explicarle a la señora que no, que la equivocada es ella, que lo que pasa es que ha cogido el de las 07.25 y no el de las 07.10, que, por lo visto, no ha pasado, pero ella, fuera de sus casillas, decide poner a caldo al chofer asegurando que está loco de atar y que tiene que cambiar la ruta.

El chofer insiste “¿A dónde va usted?”. Ella explica que trabaja en no sé dónde y que se baja siempre cerca de la gasolinera de Pastoriza. Él le comenta que no hay problema, que tiene una parada a sólo unas calles de la suya, que puede bajarse allí e ir caminando al trabajo, que no llegará tarde… pero la buena mujer está ya desquiciada del todo y considera que la mejor de las opciones es llamar a su marido –que por lo visto, y tal y como ella misma se ha encargado de hacernos saber- es también chofer de autobús, para consultarle qué hacer.

Yo ya no puedo alucinar más. No comprendo muy bien para qué necesita la buena señora consultar a su marido. Para mi existen claramente dos opciones: o se baja y coge un taxi, o sigue hasta donde le sugiere el conductor y camina dos calles hasta su parada. Pero a ella ninguna de las dos le parece válida.

Su marido, por lo visto, es partidario de la primera, porque al colgar, el siguiente movimiento de la susodicha es exigir que paren el autobús para bajarse y coger un taxi.

Mientras la loca de atar se bajaba del autobús, increpando al conductor y asegurando que iba a denunciarle, soltó la siguiente perla:

“Esto es lo peor que me ha pasado en la vida”.

Y yo, pobre mortal, pensé “coño, eso sí que es tener suerte. Si lo peor que te ha pasado en la vida es equivocarte de autobús, deberías entrar en el Guinnes de los Records como la persona más afortunada jamás conocida”.

Aunque claro, luego, pensando detenidamente en las sabias palabras de mi amiga rubia teñida, me di cuenta de que en una semana fuera de España, cogiendo un total de 6 aviones, un coche de alquiler e innumerables medios de transporte público urbano, no me había equivocado ni una sola vez de dirección, de horario o de destino. Ni un retraso –al menos, ninguno llamativo-, ni una cancelación, ni una maleta perdida…

A ver si va a tener la razón la loca del autobús y lo peor que te puede pasar en la vida es perder el autobús de las 07.10… maldito mal karma rutinario…