Esta frase lapidaria dónde las haya la soltaba el otro día por mi televisor –bueno, doy por hecho que la soltaba por el de todo quisqui, claro- uno de los participantes en el nuevo “reality” de la Sexta: Generación Ni-Ni… y esto en el trailler, eh, no os creáis que era el plato fuerte. Así para empezar, vamos.
La verdad es que el trailler –y cinco minutos del primer programa- es todo lo que he visto de este nuevo formato, y, o las cosas cambian mucho, o me temo que es todo lo que pienso ver. Y no porque sea malo el programa, que no lo sé, porque ya he dicho que no lo he visto… es básicamente por salud mental. Es que me deprime.
¿Y cómo no me va a deprimir? A ver, Generación Ni-Ni pretende retratar a un sector presuntamente abundantísimo de nuestra sociedad. Jóvenes de entre 15 y 25 años que cuya mayor meta en la vida es ser el que más kalimotxo bebe. Todo un logro, sí señor. El nombrecito lo acuñaron, años ha, unos sociólogos que descubrieron esta tendencia social, el “ninieismo”… Ni estudio, Ni trabajo, Ni ná de ná.
El interfecto en cuestión del que os hablo aseguraba que claro, sus intenciones eran buenas. Él quería trabajar, era el estado el que le ponía la zancadilla una y otra vez llenado de obstáculos –en forma de parados como él- las oficinas del INEM de su barrio. Coño, es que así no se puede, que uno llega al INEM con todas sus buenas intenciones de encontrar un puesto modesto, qué sé yo, de consejero delegado de Telefónica o algo así, y le dicen que tiene que esperar cola… y no una cola cualquiera, eh, no, no… una cola “que te cagas” que te va a dar allí “la hora de comer”… hombre, eso es intolerable. Yo le comprendo.
También comprendí en la misma medida a la muchachilla de cara de pan de peso y pelo fosco que aseguraba que se había quedado embarazada dos veces –y abortado las mismas, claro-, porque le había pillado “un calentón, y claro, si te pilla así lo haces marcha atrás, pero antes de llover, chispea” (esta frase merece un lugar en el olimpo de las sentencias para mear y no echar gota, así de claro te lo digo). Su razonamiento lo completaba con la siguiente afirmación “yo si me cierran la discoteca me vuelvo loca”.
Luego había dos personajes, que no sé muy bien cómo calificar, que reconocían sin pudor ni miramiento alguno haber robado a sus padres. Y no hablo de sisar la vuelta del pan, o de coger “cinco duros” (qué vieja soy) de la cartera de mamá para chuches. Estos amigos de los ajeno trabajan a lo grande, señores. Una decía con todo su cuajo: “No, hombre, pues yo lo más que habré robao fueron 1000 euros a mi madre”. Que a mi lo que de verdad me pasma es qué madre anda con 1000 euros de calderilla en el bolso… porque como no sea la Pantoja, es que no sé…
Lo mejor de estos dos eran sus padres, sobre todo el de los 1000 aurelios. El chaval tenía un descapotable que metía miedo, un ordenador que vale más que mi coche, ropa tan cara que podría dar de comer a un país pequeño con una sudadera… y su madre decía que lo conseguía “camelándose a sus tíos”… y yo temblaba, de verdad os lo digo.
El trocito de programa que llegué a ver buscaba que los padres, cuyos Ni-Ni vástagos estaban ya encerrados en el reformatorio-plató, metiesen en unas cajas de cartón rotuladas con el logotipo del programa aquellas cosas que sus hijos más deseasen. El truco está en que, o el pequeño engendro de Satán supera las pruebas de humanidad y civismo del show y se convierte en un ser de provecho, o no recuperará sus pertenencias.
Algunos padres me parecieron inteligentes: el cochazo del bollycao de los 1000 aurelios, el ordenador, la consola… cosas que no vas a poder recuperar por otro lado, porque son caras, o porque están fuera de tu alcance.
Otros padres me parecieron gilipollas integrales: “tu camiseta favorita de dormir”, decía una madre a cámara, enseñando una camiseta de algodón de Oysho… sustituible al 100%. “Tu foto favorita con tus amigas”, decía otra… porque todos sabemos que las copias digitales son carísimas, y no podrá pagar una jamás… en fin.
El caso es que me quedé absorta con el programa, no tanto por su contenido como por lo que el mismo despertó en mi, porque… ¿de verdad la generación que me sigue, la de mi hermano, la de mis primos, tiene como meta en esta vida “salir, beber, el rollo de siempre”? ¿De verdad hay una generación entera, con nombre y todo, que considera que coger 1000 euros ajenos es “una chiquillada”? ¡en serio hay por el mundo post adolescentes tan tontas como para pensar que la marcha atrás es un método anticonceptivo?
Daba vueltas a todo esto, y, de repente, me asaltó una duda aún mayor… todos estos engendros… ¿son fruto de una mutación genética, o nosotros mismos los hemos creado? ¿Ya no somos capaces de educar a los adolescentes? ¿Qué ha cambiado entre lo que mis padres me enseñaron y lo que yo enseñaría a mis hijos?
La palabra “consentidos” acudía a mi cabeza con cierta fuerza, pero me negaba a aceptarla. Consentir a un niño no es bueno, en eso estamos de acuerdo. Pero yo no crecí en una familia restrictiva, ni estricta. Tuve –casi- todos los caprichos que desee, juguetes, ropa, viajes (dentro de un orden)… salía de noche, antes incluso que muchas de mis amigas, tuve novio pronto (depende de comparado con qué, claro) y subía a casa de mis padres cuando ellos no estaban, y me lo consintieron. .. y yo sí tengo metas, sí quiero hacer cosas, sí quiero trabajar, sí pienso que quitarle dinero a alguien es robar, si creo en el esfuerzo y en la responsabilidad.
Pero entonces… ¿qué es lo que ha cambiado? ¿En qué punto del camino nos hemos perdido? ¿Qué fue antes, el huevo, o la gallina? ¿Somos nosotros lo que no sabemos educar, o es que es más fácil aprender lo malo, porque además sus resultados son más inmediatos, más hedonistas, más placenteros?
No conseguía dar respuesta a estas preguntas, y mucho menos a otras más escabrosas… no conseguía entender qué es lo que pasa por la cabeza de un tío de 24 años que dejó los estudios a los 16 para no hacer nada con su vida y se dedica a gorronear pasta de las cuentas corrientes de sus padres para pagar sus juergas… y entonces la radio me escupió una nueva noticia: El Rafita, el único menor que participó en la tortura y asesinato de Sandra Palo, una deficiente mental de 21 años, termina su presunta libertad vigilada dentro de unos meses. Volverá a la calle, después de haber robado un par de coches, y esos serán sus únicos antecedentes penales, porque cuando pegó, apaleó, quemó, atropelló y finalmente asesinó a Sandra Palo aún era menor, así que este delito no figurará en su historial. Es lo que tiene.
No soy ajena a la violencia. Creo que todos podemos llegar a matar. En defensa propia. En defensa de alguien que queremos. Por miedo. Por ira. Por venganza. Pero lo aterrador de este crimen es que se cometió “porque sí”. Porque podían, porque querían. Porque quisieron.
Rafita tenía 16 años cuanto cometió esta atrocidad. A penas algunos más tienen los presuntos asesinos de Marta del Castillo. Y de repente las dudas de antes me parecieron más urgentes, más reales… más terribles.
Porque sigo sin saber qué es lo que estamos haciendo mal, pero mi tendencia a la psicología grupal me hace pensar que tal vez no sea tan peligroso, tan importante, tan urgente, el “qué”, como el “cómo”. Y eso sí que me dio miedo.
SUENA EN MI I-POD: Esta mañana venía al despacho escuchando “Highway to hell”, de los AC/DC, un clásico del rock que los EXIT versionan casi cada jueves en la Mardigras con maestría… y ahora pienso que tal vez el tema sea terriblemente premonitorio. Quiero creer en la humanidad, os lo juro… pero a veces ella no me deja.