EL DÍA EN QUE PASARON AÑOS


Pocas veces en la vida uno es consciente de estar creciendo.

Crecer, madurar, dejar atrás una etapa es algo que sucede poco a poco, cada día, hasta que un día, sin darte cuenta, te descubres a ti mismo hablando de esa etapa en pasado, y te das cuenta de que, efectivamente, ese momento de tu vida ya ha quedado atrás, para bien o para mal.

Pero en algunas ocasiones, pocas, escogidas, nos volvemos nítidamente conscientes de estar creciendo. Podemos paladear esa sensación del paso del tiempo, saborear el instante inusualmente conscientes de su transcendencia dentro de nuestra vida, porque, por algún extraño motivo, la clarividencia que nos esquiva habitualmente decide abrirnos los ojos con excepcional claridad en ese preciso instante.

Yo recuerdo perfectamente el momento exacto en que dejé de ser una adolescente, y me convertí en una “chica”. Fue el 26 de junio de 1995, y era lunes.



El sábado 24 de junio de 1995 el Deportivo de A Coruña jugaba en el Santiago Bernabeu la primera final de la Copa del Rey que yo recordaría. Mi hermana y yo éramos socias, y la ocasión era única. En mayo del año anterior –más concretamente el 14 de mayo del año anterior-, mi querido equipo había perdido la Liga en la última jornada contra un Valencia que dejó resquemor en Galicia por los siglos de los siglos gracias a la parada que su portero hizo del tristemente famoso penalty de Djukic, dándole así el título al Barça de Cruyff. 

Aquel 24 de junio, la posibilidad de la revancha se cernía sobre el plomizo cielo madrileño. Mi padre, mi padrino, mi hermana Natalia y nuestra amiga Paula llevábamos desde el viernes por la noche en la capital, alojados en los apartahoteles que hay –o al menos había- encima de la cafetería Riofío, muy cerca de la Plaza de Colón y prácticamente sobre el Museo de Cera (qué miedo me ha dado siempre ese museo, es algo irracional y superior a mi, os lo digo en serio).




En la tarde de aquel sábado, cargados con nuestras bufandas blanquiazules y nuestras ganas de ganar, ganar, ganar, emprendimos la que sería una de las caminatas más curiosas de mi vida. Castellana arriba, la marea humana era un tsunami, cientos de personas en la misma dirección. Algunos de nuestro bando, algunos del contrario… y todos mirando el cielo como si en él estuviese la respuesta.

“Tiene una pinta horrible, va a caer la de San Quintín”, dijo mi padre a la altura del Corte Inglés.

“Igual aguanta hasta el final del partido, a ver si no hay prórroga”, convino mi padrino.

El Bernabeu me pareció enorme y vertical. Una pared en la que miles de pajaritos anidábamos esperando un silbato. Nuestros asientos estaban altos… muy muy altos, o al menos así los recuerdo yo, acostumbrada como estaba a un Riazor que aún contaba con las pistas de atletismo alrededor del campo de juego.

Comenzó el partido y comenzó a llover. Así, todo uno. Y llegó el descanso y siguió lloviendo. Creímos que no reanudarían el partido dado que el campo parecía más apropiado para un partido de waterpolo que para uno de fútbol, pero nos equivocamos: el silbato anunció la segunda parte y los jugadores y nosotros volvimos al ruedo empapados.

Veinte minutos antes del fin del partido, al árbitro le entró la sensatez. El silbato sonó, se suspendió el encuentro, y los miles de personas que habíamos acudido al Bernabeu a emprendimos el camino de regreso  a nuestros hoteles,  hostales o casas en medio de una tromba de agua alucinante, como no he visto otra en años. La Castellana era un río y nosotros nadábamos contracorriente, empapados, decepcionados y algo tristes… el lunes había que estar en Coruña de regreso, y el partido no se reanudaría hasta el martes.

De regreso al apartahotel, mi padre y mi padrino tuvieron una idea: las entradas ya las teníamos, era una pena perderlas. Ellos debían volver al trabajo, y, no recuerdo muy bien por qué, pero mi hermana y Paula debían regresar también… pero a mi nada me impedía ir al partido del martes.

Llamamos a mi tío Antonio, que llevaba años viviendo en Madrid, y cuya mujer estaba entonces embarazada de la que hoy es mi prima Henar, y accedió a darme asilo político en su sofá. Ellos irían conmigo al partido el martes.

El domingo por la noche me acosté en aquel enorme sofá azul, y cuando el lunes 26 de junio abrí un ojo eran ya más de las 10 de la mañana. En aquella casa ya no había nadie, pero mi tío me había dejado una nota sobre la mesita del café.

“Hola madrileña! Nos hemos ido a trabajar, volveremos por la tarde. Te dejo aquí 2000 pesetas, creo que El Prado abre hoy, date una vuelta, tómate algo, nos vemos para cenar. Besos, Antón”.

Me duché y me vestí. Hacía mucho calor. Me puse unos shorts vaqueros que tenían el bajo de tela estampada y una camiseta blanca, y me lancé a las calles de Madrid. Yo sola. Con mi billete de 2000 pesetas en el bolsillo y mis gafas de sol.

Decidí atravesar el Retiro paseando de camino al Prado. Cuando estaba traspasando una de sus grandes puertas de metal, un hombre me paró. A mi me pareció un hombre, aunque ahora que lo pienso dudo mucho que tuviese más de 25 años. Creí que quería saber la hora, pero al parecer quería conversación. Me acompañó hasta la puerta del museo charlando, contándome un montón de cosas que a mi me parecían apasionantes –que había terminado la carrera y estaba buscando trabajo, que solía salir a correr los sábados…-, y al llegar al Prado nos despedimos.

En el Museo había algo de cola, pero no la suficiente para desanimarme. Pagué mi entrada y pasee por entre los cuadros como si fuese la primera vez… porque para mi lo era. Había estado en El Prado dos veces antes, con mi padre, pero no era lo mismo,  no era ni si quiera parecido. Esta vez estaba sola, paseando a mi aire, perdiéndome en la sala de El Bosco, descubriendo a su aprendiz –me gustó casi más que el original-… pasé de Las Meninas, pasé de la Maja Vestida… pasé de todo aquello que se suponía que debía ver, y vi lo que me apeteció, lo que quise. Me deslicé por los enormes pasillos hasta el sótano donde estaban entonces las pinturas negras de Goya, busqué la sala egipcia –enana, a mi entender-. Caminé, me paré, pasee… y a nadie pareció importarle. Nadie me miraba, a nadie parecía extrañarle ver a una “adolescente” sola en un museo… y pensé “dios mio, a lo mejor no parezco una adolescente!!”.

Cuando me entró hambre, a eso de las tres, salí del museo buscando un sitio donde sentarme a picar algo, y caí en un VIPs. Me senté, pedí un sándwich club (sí, sorprendentemente lo recuerdo) y una coca-cola, y comí despacio, mirando a mi alrededor. Había familias de vacaciones, pandillas de colegas, algunos ejecutivos trajeados… pero nadie reparó en mi. A todo el mundo le parecía algo normal.. y volví a pensar “madre mía, ¿a que va a ser verdad que cuela?”.

Regresé dando un paseo y cené en casa con mis tíos. Al día siguiente el Bernabeu fue de nuevo un hervidero –esta vez en seco, de hecho, aquel lunes ya había hecho un día radiante-, y mis tíos y yo ocupamos los asientos del pasado sábado, junto con dos amigos de ellos.

Ganamos el partido. Lo merecíamos, la verdad. Y fueron los 20 minutos de fútbol más apasionados de mi vida… bueno, o casi.

Así que, como veis, yo fui dos veces a ver ganar al Depor la Copa del Rey en el Santiago Bernabeu. Una, el 24 de junio de 1995, y la segunda, el 27 de junio de 1995. Me senté en el mismo asiento las dos veces, y, al sentarme, fue cuando me di definitivamente cuenta de que ya no era la misma persona. Una adolescente había visto la primera mitad del partido, y una jovencita vio la segunda mitad, y disfrutó del gol de la victoria.

A veces, la vida pasa en sólo un par de horas.




SUENA EN MI I-POD: Entonces era Nirvana lo que sonaba en mi walkman… asi que hoy, en honor al salto temporal de aquel verano de 1995, “Smells like teen spirit”, ¿qué os parece? 

EL DERECHO DE REINVENCIÓN

Reivindico el derecho de todas las personas a reinventarnos a nosotras mismas.

Constantemente.

A todas horas.

Porque nunca soy la misma, porque siempre soy otra, y nunca la que he buscado... aunque a veces es mejor así, eso es cierto.

Cené con una conocida hace unos días, y entre los entrantes y el primero, como siempre pasa entre amigas, repasamos una por una las vidas y milagros de todo nuestro círculo de amistades... hasta que recalamos en un amigo concreto.

Le conocemos hace años... de hecho, le conocemos desde siempre, pero hace unos años su vida dio un vuelco inesperado. Mi amiga se mostraba ahora asombrada porque, después de cierto tiempo sin coincidir con él, se había topado con un hombre algo “diferente”. Cosas que siempre le habían gustado, ahora no le apetecían, y sin embargo parecía encandilado con situaciones que antes no le habrían atraído en absoluto.


El mayor ejemplo de reinvención de todos los tiempo, Madonna


Para mi amiga, los cambios detectados eran fruto de la enajenación mental transitoria... para mi, son evolución.

Me asombró la sentencia tan clara que mi amiga emitió al respecto “ya se le pasará cuando vuelva a ser él”... pero ¿y si este es él? ¿Y si, consciente o inconscientemente, nuestro amigo ha decidido romper determinados paradigmas para probar cosas nuevas, o sencillamente para disfrutarlas sin tapujos?

Volví a casa dándole vueltas al hecho de que, en otros momentos de mi vida, yo misma me he reinventado por derecho propio, comenzando nuevos ciclos y terminando con los viejos, por reciclaje emocional, por necesidad imperiosa de motivación, por hastío personal, porque sí... ¿Fui juzgada tan duramente por esta amiga entonces?

Nunca me han gustado demasiado las etiquetas, y no creo en el “para siempre”, ni si quiera conmigo misma... porque yo no soy la misma que fui a los 15 años, ni, desde luego, la misma que era hace 5.


Sí, es la misma persona que en la foto de arriba... ¿o no?

Pero lo más curioso, al menos a mis ojos, de todo el asunto, es que nuestro amigo parece realmente feliz. Se le ve encantado, disfrutando de la vida... y sin embargo, esa felicidad parecía pasar a un plano secundario a ojos de mi amiga, como si el hecho de que él se hubiese reinventado la obligase a ella a reencontrar su sitio, a reubicarse.

¿Medimos nuestra vida, nuestra personalidad, nuestro espacio, en relación a la vida de los que nos rodean? No lo creo. Yo me he reinventado conscientemente al menos cuatro veces en mi vida, e inconscientemente unas cuantas más, seguro. Y en muchas de esas reinvenciones lo que buscaba era, precisamente, romper con el rol asignado desde fuera, reivindicar mi derecho a elegir mi yo.

A lo mejor la situación es precisamente esa: podemos dividir a las personas en dos grupos, las que se encuentran cómodas con el rol asignado en el contexto social, y se incomodan ante los cambios de ideas de los demás; y las que buscan un hueco personal y tratan de escapar de la idea preconcebida que se les ha asignado.

Las personas que se sienten cómodas siendo etiquetadas, y aquellas que prefieren fabricar su propia etiqueta… cada día una, si hace falta.

Por eso, después de darle muchas vueltas a la conversación del otro día, he decidido hacer público mi pequeño credo:

Creo en la reinvención de las personas, en la voluntaria y en la azarosa, en la que llevamos a cabo conscientemente y con esfuerzo, y en la devenida de los baches y caídas de la vida, no con menos esfuerzo.

Creo que todos nosotros tenemos derecho a inventarnos a nosotros mismos cuantas veces deseemos, a salirnos del carril marcado e incluso a dar marcha atrás si lo deseamos.

Creo que cada persona lleva dentro una santa y una pecadora, una madre y una hija, una buena y una mala persona. Nunca somos los mismos porque mi yo de hace un minuto ya es viejo para el del minuto que viene.

Y creo que todos tenemos el derecho y el deber de encontrarnos a nosotros mismos a lo largo de nuestra vida, tantas veces como nos sea necesario. Encontrarnos, perdernos, buscarnos y rescatarnos. Una y mil veces. Porque mi yo de hoy ya no se acuerda de cómo rescató al yo de hace cinco años.



SUENA EN MI IPOD: La Vida Empieza Hoy”, de Sergio Dalma. Porque seguramente no os imaginabais que escogería jamás un tema suyo… de hecho, ni yo lo imaginaba. Porque este pasado lunes actuó en Coruña, la escuché por sorpresa, y recordé de repente lo bien que me hacía sentir este tema hace miles de años. Porque la letra explica perfectamente la conclusión a la que he llegado tras escribir este artículo: la vida, siempre comienza y termina hoy.