A la mayoría de vosotros os parecerá una solemne tontería, pero para mi no lo es. Yo soy una de esas personas insoportables que solo funcionan bien bajo presión, cuando la necesidad es ya acuciante. Debe ser mi espíritu estudiantil, que se resiste a desaparecer. No sé.
El caso es que servidora se sacó el carnet de conducir tarde… muy tarde. Concretamente hace tres años. Veréis, es que cuando con 18 terminé COU, después de sudar tinta china para conseguir la media suficiente para entrar por distrito compartido en la Complutense (un 8.35 me pedían), pensar en pasar un solo segundo más de mi vida haciendo algo que no fuese rascarme los mismísimos me parecía una tortura china. Así que lo aplacé.
Quería habérmelo sacado en el verano de segundo de carrera… pero entonces me ofrecieron prácticas en un importante holding de comunicación y evidentemente le dieron mucho por sacó al carnet.
Desde ese momento y hasta que terminé la carrera, no tuve un solo mes libre –entre clases, trabajos, prácticas, etc, etc…-, y cuando por fin la universidad quedó atrás y regresé a Coruña, y sacarme el permiso era mi única meta a la vista, mi madre enfermó gravemente y opté por quedarme en casa cuidando de ella. Después ella murió, y en menos de un mes yo ya estaba trabajando, así que…
… así que llegué a los 26 compuesta y sin carnet. Tenía entonces un trabajo cómodo, de esos de tardes libres, y muy cerca de casa, así que me armé de paciencia, me matriculé en la autoescuela, y saqué el teórico en a penas un par de semanas. Hice prácticas –creo recordar que 28-, y me saqué el práctico a la tercera. No es que fuese una conductora pésima, pero tampoco era Fitipaldi, vamos.
El problema es que, desde ese momento y hasta el día de ayer, en que me convertí en flamante propietaria de un coche, no volví a coger el volante de nada que no fuese un coche de choque de la feria. De hecho, me daba pavor. Pero uno de mis propósitos de año nuevo era venir conduciendo a trabajar, y yo siempre cumplo mis propósitos, así que me compré el coche, me armé de valor, le pedí ayuda a P., y me senté al volante.
La decisión de venir a trabajar en coche no se fundamenta en la libertad de movimientos –trabajo a unos 15 kilómetros de donde vivo y el transporte público es algo irregular-. O al menos, no exclusivamente.
Es cierto que el coche me proporciona libertad de movimientos, más tiempo para mi misma, y mayor calidad de vida. Pero sobre todo, ante todo y por encima de todo, mi nuevo coche cumple con la función principal y primordial para la que ha sido adquirido: a saber, librarme de mi pesado particular.
Sí, amigos, habéis leído bien. Me he dejado una cifra de tres ceros, más el seguro correspondiente, sólo para no tener que soportar, día tras día, mañana tras mañana, a mi particular amigo del autobús.
Los pesados son como la tinta de los bolis bic: se te pegan cuando menos te lo esperas y luego no te los quitas ni frotando, ni con Fairy, ni con nada de nada.
En mi caso, mi pesado particular cuenta con tres alicientes a mayores, como si ser un plomo no fuese suficiente: este chico, además de pesado, es vecino mio, feo como un dolor y encima le huele el aliento. Vamos, una joya.
Mi relación con mi pesado comenzó hace casi dos años, el primer día que empecé a trabajar en este gabinete. Para llegar a tiempo al despacho, debía coger el autobús urbano número 4 delante de mi casa, sobre las 07.10, y luego, a las 07.25, el autobús interurbano en la estación de autobuses. Así que me levanté temprano, me arreglé, desayuné, cogí mi I-pod y mi novela, y bajé a la parada.
Si algo me enseñó mi estancia en Madrid es que al transporte público hay que ir siempre bien equipada, así que yo en metro, autobús, avión, tren o lo que se tercie, voy siempre con los cascos y un buen libro.
Normalmente la gente comprende que, si llevas puestos los cascos y estás leyendo, no estás buscando conversación… pero mi pesado no. Mi pesado me vio, se me acercó y me tocó el hombro. Yo, incauta de mi, creyendo que el muchacho quería preguntarme la hora, pedirme fuego o consultar el horario del autobús, me saqué los cascos, sonreí, y le dije:
“Sí, dime”…
… y ahí comenzó mi calvario.
Día tras día, desde hace algo más de un año y medio, el susodicho se me planta al lado en la parada del autobús y larga por esa boquita maloliente que no veas. Además, como buen pesado profesional, es de los que se te pega para que quede clarísimo que está hablando contigo. No cabe medio folio entre su cabeza y la mía, vamos. Me cuenta cosas de su hija, de su mujer, de su trabajo, del asco de vida que tiene –que no es que yo crea que su vida es un asco, es que él lo cree, o al menos eso me cuenta-, de los directos de la Orquesta Panorama que ha ido a ver…
Los viernes, cuando los post-adolescentes se retiran de una noche de juega universitaria y pasan por nuestro lado borrachos y felices, los pone a caldo, porque “qué juventud esta, todo el día vagueando y borrachos…”. Yo, cuando me dice esas cosas, siento mucha lástima de él, porque pienso que lo más probable es que no haya tenido amigos con los que salir de juega en esa etapa tan bonita que consiste e vivir y disfrutar.
También odia bastante a los mendigos que viven en la calle, a los que pone a caer de un burro cada vez que tiene ocasión por “vagos y borrachos”. Si es que…
Mi pesado particular no se contenta con hablarte. Él se empeña en preguntarme cosas que yo trato de ignorar mientras subo el volumen de mi I-pod o me concentro en la novela de Natalia Sanguino, Diario de Una Periodista en Paro… pero él, buscando siempre mi complicidad y aprobación, tiene a bien dejarme un agujero en el hombro a base de darme toquecitos con el dedo para que yo salga de mi mundo y le responda.
Cuando subo al autobús, busco sentarme siempre en uno de esos asientos solitarios, porque si me sentaba en los pareados, él se sentaba a mi lado invariablemente. Mi truco funcionó más o menos una semana. Luego, aunque hubiese mil asientos libres en el autobús, él se quedaba de pie a mi lado, dándome la chapa como el profesional que es hasta que a las 07.25 arrancaba mi autobús destino al Gabinete… 25 minutos de relax y calma, si no contamos con el indescriptible olor de esa extraña señora que se sentaba a mi lado los jueves.
Esta mañana he venido a trabajar en coche por primera vez. P. venía a mi lado infundiéndome confianza y corrigiendo mis errores con una paciencia impropia de él que jamás seré capaz de agradecer como merece. He pasado un poco de miedo, pero la calma que supuso no tener esa voz desagradablemente gutural, ese olor rancio y esa conversación obligada en mi trayecto al trabajo ha compensado cualquier otra cosa.
Definitivamente, el coche me ha hecho ganar, sobre todo, tranquilidad… quién me lo iba a decir, con el miedo que le tengo a conducir.
SUENA EN MI I-POD: “Crazy”, del disco Get a Grip, de Aerosmith. Ha sido el primer tema que ha sonado en la radio de mi nuevo coche. Y por poco me quedo tal que así mismo por culpa de mi pesado, así que no me podía venir mejor.