HOLLYDAYS, HERE WE GO!!!

Hay vacaciones y VACACIONESQUETECAGAS…




Servidora empieza unas de las segundas en… pues en nada… vamos, que estoy en plena cuenta atrás, oye –cinco, cuatro, tres, dos, uno…-. El lunes aterrizo en los madriles para cenar con mi hermana y mis amigos capitalistas –o sea, de la capital-, que tenemos muchas cosas buenas que celebrar, y luego ale, a vivir que son dos días.

Bueno, en realidad no son dos… son algunos más, porque cruzar el charco para dos días es un poco tontería… que sí hay que ir se va, oye, pero ir pá ná… pues eso.

Mi chico y yo nos vamos a Cuba.

(Ahora es cuando unos me cuentan lo bien que se lo pasaron allí, otros me dicen la envidia que me tienen, y un tercer grupo intenta sacarme de mis casillas hablándome de toda la miseria y tristeza que voy a ver, y me insisten en que ellos jamás escogerían este destino)

Cuba era “nuestro destino”. Cuando nos conocimos, hace la friolera de siete años, planeamos un viaje a Cuba que nunca se produjo. Nos quedamos en paro, encontramos otros trabajos, nos fuimos a vivir juntos… y Cuba siempre siguió ahí, en nuestras cabezas.

Era nuestro destino soñado, pero no en el sentido convencional: nada de sol y playa en Varadero… nosotros queríamos ver Santiago y La Habana, y los pueblos del centro, y Bahía Cochinos y Guantánamo… y escuchar el dulce acento isleño mientras bebíamos ron al atardecer en un chiringuito en medio de ninguna parte.
Llegamos a planear el viaje completo hace cinco años, pero en el último minuto Don Dinero se interpuso entre nuestro camino, y tuvimos que cambiar el destino por otro que no desvalijase nuestra entonces todavía más exigua cuenta corriente. El elegido fue Turquía, nuestro primer gran viaje juntos (si obviamos nuestra escapadaza a Lisboa, que fue estupenda, por otro lado).
Estambul abrió nuestro apetito viajero, y ya no pudimos parar.
Al año siguiente, con Cuba en el cajón por falta de recursos, optamos por una escapada a Budapest, una ciudad maravillosa que nos duró poco pero a la que volveremos algún día.

Tras Budapest, vino Londres, y tras Londres, una escapada en coche por el sur peninsular de la que guardo un recuerdo especialmente agradable… como cálido.

El año pasado, un año rarro, rarro, rarro, en el que ya dábamos por perdidas las vacaciones, terminamos por escaparnos a Tallin durante una semana, acompañados de un amigo. Fue un viaje maravilloso, divertido, ocurrente… lleno de anécdotas que contar y del que volvimos cargados de fotografías y de energía.

… y así llegamos hasta el 2010. Lisboa en enero, Estambul en octubre, Budapest en febrero, Londres en febrero, Andalucía en diciembre, Tallin en noviembre… coño, es que parece que perseguíamos el frío!!

Así que este año, un año de cambio, un año de inflexión y de asentamiento, un año en que nos merecemos las vacaciones más que nunca si cabe, nos hemos liado la manta a la cabeza.

Tenemos el tiempo –robado, ganado, atesorado a base de horas extras y fines de semana sin librar-, y tenemos el dinero –sólo ese, y ni un céntimo más… pero igual mañana palmamos, así que oye, para morir la más rica del cementerio…-. Así que hace un par de semanas nos pusimos en contacto con una agencia de viajes, planteamos nuestro itinerario, nuestro presupuesto y nuestras fechas… y ayer recogimos el fruto de un año de espera.

El lunes P. y yo nos vamos a Cuba. Una semana de viaje visitando la isla de la que salieron los cocktails (una bebida que ofrecían los nativos a los visitantes y conquistadores, hecha a base de ron y zumos, y adornada con una pluma de gallo, de ahí su nombre). Aterrizaremos en Santiago, volaremos luego a La Habana, y entre medias nos empaparemos de los colores, los olores, los sabores y el sonido de nuestro destino soñado. Con él cerramos una etapa y abrimos una nueva, en la que nuevos destinos soñados empezarán a llenar nuestro cajón de viajes pendientes.

Volveré a mediados de octubre con mil nuevas historias que contar y con un color envidiable, que para algo me voy al Caribe… de la resaca de mojitos ya hablaremos otro día.




SUENA EN MI I-POD:Habaneando”, la BSO de “Habana Blues”, una película de la que he acordado mucho estas últimas semanas, tanto como de “Lista de Espera”, una cinta que me hizo desear visitar Cuba más que cualquier otro destino en el mundo. Disfrutad de mi ausencia y portaos bien… o no.

LADY TALADRO


El otro día, charlando con Pinkocha, nos dimos cuenta de que con la llegada del otoño ambas padecemos la llamada Fiebre del Nido, esa enagenación mental transitoria que te impulsa a reorganizar el apartamento hasta el hastío, pensando, posiblemente, que tendrás que pasar encerrada en él buena parte del laaaaaaargo invierno gallego.




El caso es que yo padecí el peor ataque de esta fiebre en el invierno pasado, tras la muerte de mi padre, y aprovechando que mi ataque de reorganización coincidía con la renovación del contrato, pues mi santo y yo le dimos una vuelta a la casa de la que no sólo no me arrepiento, sino que estoy más orgullosa cada día que pasa.

Aún así, y pese a la semana y media que nuestro apartamento estuvo manga po hombro, quedaban algunas cosas por pulir que fueron puestas en orden este fin de semana: una nueva mesa de estudio para la edición, unas estanterías en la sala, un nuevo estante en la ducha, más cómodo y funcional... Así que el sábado por la tarde cogí mi taladro, mi atornillador eléctrico y mi disco de grandes éxitos de los 90 y me propuse a mi misma demostrar que, yes, we can, mi herencia materna existía.

Sí, sí, digo herencia materna, y no paterna, porque en mi casa la manitas era mi madre, una señora como la copa de un pino con un síndrome de la Fiebre del Nido peor que el de toda la población femenina de España junta y embarazada a la vez en septiembre... terrible!!!

Mi madre era una persona adicta a los cambios. Le gustaba su casa, le gustaba llenarla de gente y de ruido, pero le gustaba todavía más cambiarla cada dos por tres. Así que era relativamente fácil que te marchases de fin de semana con las amigas y, al regresar, tu habitación se hubiese transformado en la cocina, la cocina fuese la sala, y en la sala hubiese un armario empotrado nuevo. Ella era así.

De hecho, era “tan así”, que las vajillas en mi casa prosperaban como los champiñones, gracias en buena medida a las tiendas low cost que se multuplicaron entre los 80 y 90 en España, donde una nueva vajilla costaba lo mismo que un pack de yogures de los caros. Así que mi madre pasaba por delante de los escaparates, veía aquellas vajillas de colores, y se las traía a casa adoptadas, acompañadas de un mantel a juego y un nuevo juego de vasos con colorines. Esa noche compraba la cena precocinada en El Corte Inglés –no me pregunteis por qué allí-, y cenábamos todos juntos estrenando una vajilla que, en unos meses, dejaría de ser novedosa y por tanto pasaría a ser nuevamente sustituida. Porque hay que variar, decía ella.

Su tendencia al rediseño casero era divertida, lo reconozco, pero también altamente desconcertante. En mi casa no te podías dejar caer sin más en el sofá al llegar del colegio, porque corrías el riesgo de que en lugar de sofá hubiese, por ejemplo, una mesa de café, y te partieses el coxis al dejarte caer sin mirar antes.

Esa tendencia a la reorganización, síntoma inequívoco, me dijo una vez uns psicólogo, de terror por la monotonía y la rutina, la hemos heredado los tres vástagos más o menos por igual, con algunas diferencias... al igual que hemos heredado la tendencia estétitca de mi madre, que daba una importancia muy fuerte al hecho de que muebles, toallas, vajillas y casa en general estuviesen, además de ordenadas, coordinados y conjuntados.

Pero dejadme que os ponga un ejemplo de hasta que punto mi madre padecía el efecto Fiebre del Nido hasta límites insospechados.

Cuando yo tenía unos 13 años más o menos, no recuerdo cómo, la mesita del café del salón se rompió. Mis padres, como buenos hijos de su geneación, tenían en casa un salón que en teoría no debería haberse usado más que para las visitas, y que en el práctica acumulaba mis deberes, las consolas de mi hermano, las lecturas de mi padre, los ensayos de ballet de mi hermana, las tardes de calceta de mi madre, mil horas de tele familiar viendo Médico de Familia y como un kilo de babas fruto de las millones de siestas en sus sofás.

El caso es que ese salón tenía, 14 años después de la boda de mi padres, todavía los mismos muebles que les habían regalado por la boda. Todos a juego, todos clásicos, todos macizos... pero aquella mesita de centro se rompió, y mi madre optó por acercarse en la hora del café a una conocida tienda de muebles del centro de la ciudad y comprar otra... una que, por supuesto, pudiesen servirle esa misma tarde.

Cuando la nueva mesita llegó y mi madre la vio colocada en el centro del salón, se llevó una gran decepción. La madera no hacía juego con el resto de los muebles, como ella había planeado, el dibujo no se parecía nada al del resto de la sala y el cristal del centro era un poco más oscuro que las puertas del mueble grande... un completo desastre.

Pero ella, que era todo optimismo, sencillamente dijo “vaya por dios... tendré que pasarme mañana por la tienda”...

Cuando al día siguiente mis hermanos y yo llegamos del colegio, TODOS los muebles de la sala hacían juego... PORQUE TODOS HABÍAN CAMBIADO!!! ¿Por qué devolver una mesita que le gustaba sólo porque no hacía juego con el resto?... no, no, ella cambiaba el resto, y a tomar por culo!!! ¿Poco práctico? Tal vez, pero... cómo molaba!! jajajaja

Así que cuando el sábado me vi a mi misma con el talador, agujereando los azulejos de la ducha para colocar una nueva estantería en ella “solo porque me gusta más que la de antes”, de repente recordé toda la historia del salón y de mi madre y sus muebles para arriba y para abajo y pensé. “oh, dios, es verdad que heredamos lo peor de cada progenitor”... algún día os contaré que es lo que he heredado de mi padre... preparaos...






SUENA EN MI I-POD: “Ella siempre quiere más”, de Los Rebeldes, una canción que me obliga irremediablemente a bailar y cantar delante del espejo... ya sabeis, cosas de la herencia genética.