
En Honduras un tal Micheletti ha dado un golpe de estado, y mientras el depuesto presidente Manuel Zelaya (que será todo lo cabrón que el mundo quiera, pero es constitucional y democrático, y es lo que hay) se atrinchera en la embajada brasileña, el mundo mira misteriosamente hacia otro lado… o al menos esa es la impresión que me llevo yo mientras mordisqueo un trozo de queso.
Comento la jugada con P., que me responde que en el siglo XXI los golpes de estado son así: nada de aquellos asesinatos de la etapa romana, o de las sangrientas contiendas del siglo XX… ahora, sencillamente, los muertos se silencian y la comunidad internacional se calla… y listo. Y yo alucino bastante, pero me voy a la cama y duermo, porque soy una inconstante y una inconsecuente, además de un ser humano, claro.
Unos días después, amanezco con la imagen de unas pre-adolescentes vestidas de negro, posando con Obama y Zapatero. Me entero por una amiga de que se trata de las vástagas del presidente, que acudieron a una cena de esa guisa. Un amigo periodista que trabaja en un importante periódico regional me llama por teléfono para pedirme mi opinión sobre el atuendo de las dos muchachas, conocedor como es de mi pasado oscuro…
…literalmente oscuro, quiero decir: yo, en mi etapa universitaria, frecuenté los ambientes góticos madrileños. Salía de noche vestida de negro de los pies a la cabeza, enfundada en preciosos vestidos de terciopelo y rasos, y con las uñas pintadas de rojo oscuro y los ojos ahumados, cuando aún no estaban de moda en la pasarelas, a bailar Rammstein y The Cure en la pista del Dark Hole, en plena Gran Vía Madrileña. Eran los años de los vampiros románticos de Anne Rice, la resurrección del cine de terror de la mano de la remasterización de El Exorcista, y el regreso a las pistas de baile de Fangoria con Naturaleza Muerta. Y yo era una jovencita en busca de su propio mundo.
Me pregunta mi amigo periodista si, a la vista de la polémica que se ha montado sobre la idoneidad del atuendo de las dos hijas del presidente, sería tan amable de darle mi opinión: “¿Son las hijas de Zapatero góticas?”, me pregunta. “Lo que son es adolescentes”, le respondo, mientras me planteo para mis adentros en que mundo vivimos, donde la imagen de dos niñas en plena edad de rebeldía vestidas de negro y con Doc Marteens en los pies –por cierto, de moda este invierno- resulta de debate público y hace rasgar las vestiduras de cientos de políticos, cuando el caso Gürtel planea todavía sobre nuestras cabezas.
Discuto el tema en una comida familiar de domingo, y mientras mi hermana asegura que es “vergonzoso” que las dos niñas se presenten así en una cena, yo sostengo que son adolescentes, y eso justifica casi cualquier atuendo, aunque seas hija de un presidente. De hecho, sigo creyendo a pies juntillas que la adolescencia es la peor etapa de la vida de cualquier ser humano, solo comparable al paso por “Gran Hermano”, por aquello de que “ya sabes, aquí dentro todo se magnifica”.
Discuto, me asombro… pero me voy a la cama, y duermo igualmente.
Y unos días después, con todo esto rondando aún mi atolondrada y cabreada cabeza, regreso a casa de nuevo –la idea del sicario toma forma… pero eso es otro tema-, y me siento a cenar en el salón con P.
La pizza casera de salmón y tomate se enfría mientras el telediario nos explica con detalle cómo los 17.000 folios desclasificados del Caso Gürtel (sólo la tercera parte del sumario, que digo yo que debe pesar más que Falete) que el Supremo ha hecho públicos cuentan entre sus protagonistas con nombres tan importantes como el ex – presidente Aznar, o su yerno, Alejandro Agag, amén de los ya conocidos Bárcenas, Correa, Camps y compañía.
Oigo con estupor cosas como que existen relojes de 20.000 euros… y que además hay quien los regala (que digo yo que ya podía tocarme uno a mi, oye), comisiones que superan los 10 millones de las antiguas pesetas por contrataciones fraudulentas, y gente con un gusto tan pésimo a la hora de escoger sobre nombre para figurar en la Caja B como para decantarse por Don Vito (pudiendo escoger cualquier otro, que es que hay que ser cutre, coño).
Y lo mejor de todo, lo verdaderamente alucinante, es que estoy convencida de que, aunque se demuestre que todo esto es cierto –o que la mitad es cierto, que ya es mucho- no les pasará factura política, porque en este país somos así, y estas cosas las asumimos con total normalidad. Y yo alucino.
Pero, aún alucinando y todo, me apetecen unas natillas de chocolate de postre, y mientras P. me las acerca de la cocina, yo zapeo en la televisión para toparme de bruces con un programa nuevo en Antena 3, “Clase del 63”, donde se recrean los métodos educativos de mediados de los 60… o sea, lo que vivieron mis padres… obviando las hostias como panes, claro, que no son nada políticamente correctas.
No me preguntéis por qué, pero me engancho al programita de marras, y, entre cucharada y cucharada de mis natillas, contemplo estupefacta como mozalbetes de casi 20 añazos lloran amargamente porque les quitan sus peluches, o responden “vete a tomar por culo” a un profesor que les obliga a hacer la cama… y aquí sí que ya flipo en colores. Yo, que era una de esas estudiantes rebeldes y contestonas a las que echaban de clase con cierta frecuencia por corregir al profesor, alucino con la falta de educación de estos monstruitos post-adolescentes, capaces de soltar lindezas por sus boquitas dignas de la Reegan de El Exorcista, y tan faltos de una mínima cultura que dicen, con toda tranquilidad, cosas como “habemos tres de Málaga”, “siete por ocho 90”, o “Toledo está aquí” (señalando en un mapa político de España las provincias aragonesas… que hay que joderse).
Y mientras redescubro que las natillas de chocolate me apasionan, me descubro a mi misma pensando que, definitivamente algo falla en el sistema educativo actual si nuestros post-adolescentes no saben ni conjugar el verbo haber, ni discutir sin llamar “gilipollas” al profesor. Algo no está en su sitio cuando se confunde el derecho a la libertad de expresión, a la libertad de imagen, y a la libertad de pensamiento, con el derecho a hacer lo que nos sale de los mismísimos sin dar explicación alguna a nadie.
Y aquí sí que ya no pude dormir… me metí en la cama y dí vueltas, y vueltas, y más vueltas, pensando que, definitivamente, un sicario no solucionaría nada, porque me saldría carísimo matar a toda esa gente (porque mira que hay gente por ahí)… menos mal que me queda el cine, porque P. puso “Pagafantas” y al menos me eché unas risas. Que es más de lo que se puede esperar de un mundo como el que relata este reflejo de la actualidad… ay, qué mundo este.