PESADO!!!!

Me he comprado un coche.



A la mayoría de vosotros os parecerá una solemne tontería, pero para mi no lo es. Yo soy una de esas personas insoportables que solo funcionan bien bajo presión, cuando la necesidad es ya acuciante. Debe ser mi espíritu estudiantil, que se resiste a desaparecer. No sé.

El caso es que servidora se sacó el carnet de conducir tarde… muy tarde. Concretamente hace tres años. Veréis, es que cuando con 18 terminé COU, después de sudar tinta china para conseguir la media suficiente para entrar por distrito compartido en la Complutense (un 8.35 me pedían), pensar en pasar un solo segundo más de mi vida haciendo algo que no fuese rascarme los mismísimos me parecía una tortura china. Así que lo aplacé.

Quería habérmelo sacado en el verano de segundo de carrera… pero entonces me ofrecieron prácticas en un importante holding de comunicación y evidentemente le dieron mucho por sacó al carnet.

Desde ese momento y hasta que terminé la carrera, no tuve un solo mes libre –entre clases, trabajos, prácticas, etc, etc…-, y cuando por fin la universidad quedó atrás y regresé a Coruña, y sacarme el permiso era mi única meta a la vista, mi madre enfermó gravemente y opté por quedarme en casa cuidando de ella. Después ella murió, y en menos de un mes yo ya estaba trabajando, así que…

… así que llegué a los 26 compuesta y sin carnet. Tenía entonces un trabajo cómodo, de esos de tardes libres, y muy cerca de casa, así que me armé de paciencia, me matriculé en la autoescuela, y saqué el teórico en a penas un par de semanas. Hice prácticas –creo recordar que 28-, y me saqué el práctico a la tercera. No es que fuese una conductora pésima, pero tampoco era Fitipaldi, vamos.

El problema es que, desde ese momento y hasta el día de ayer, en que me convertí en flamante propietaria de un coche, no volví a coger el volante de nada que no fuese un coche de choque de la feria. De hecho, me daba pavor. Pero uno de mis propósitos de año nuevo era venir conduciendo a trabajar, y yo siempre cumplo mis propósitos, así que me compré el coche, me armé de valor, le pedí ayuda a P., y me senté al volante.

La decisión de venir a trabajar en coche no se fundamenta en la libertad de movimientos –trabajo a unos 15 kilómetros de donde vivo y el transporte público es algo irregular-. O al menos, no exclusivamente.

Es cierto que el coche me proporciona libertad de movimientos, más tiempo para mi misma, y mayor calidad de vida. Pero sobre todo, ante todo y por encima de todo, mi nuevo coche cumple con la función principal y primordial para la que ha sido adquirido: a saber, librarme de mi pesado particular.

Sí, amigos, habéis leído bien. Me he dejado una cifra de tres ceros, más el seguro correspondiente, sólo para no tener que soportar, día tras día, mañana tras mañana, a mi particular amigo del autobús.

Los pesados son como la tinta de los bolis bic: se te pegan cuando menos te lo esperas y luego no te los quitas ni frotando, ni con Fairy, ni con nada de nada.

En mi caso, mi pesado particular cuenta con tres alicientes a mayores, como si ser un plomo no fuese suficiente: este chico, además de pesado, es vecino mio, feo como un dolor y encima le huele el aliento. Vamos, una joya.

Mi relación con mi pesado comenzó hace casi dos años, el primer día que empecé a trabajar en este gabinete. Para llegar a tiempo al despacho, debía coger el autobús urbano número 4 delante de mi casa, sobre las 07.10, y luego, a las 07.25, el autobús interurbano en la estación de autobuses. Así que me levanté temprano, me arreglé, desayuné, cogí mi I-pod y mi novela, y bajé a la parada.

Si algo me enseñó mi estancia en Madrid es que al transporte público hay que ir siempre bien equipada, así que yo en metro, autobús, avión, tren o lo que se tercie, voy siempre con los cascos y un buen libro.

Normalmente la gente comprende que, si llevas puestos los cascos y estás leyendo, no estás buscando conversación… pero mi pesado no. Mi pesado me vio, se me acercó y me tocó el hombro. Yo, incauta de mi, creyendo que el muchacho quería preguntarme la hora, pedirme fuego o consultar el horario del autobús, me saqué los cascos, sonreí, y le dije:

“Sí, dime”…

… y ahí comenzó mi calvario.

Día tras día, desde hace algo más de un año y medio, el susodicho se me planta al lado en la parada del autobús y larga por esa boquita maloliente que no veas. Además, como buen pesado profesional, es de los que se te pega para que quede clarísimo que está hablando contigo. No cabe medio folio entre su cabeza y la mía, vamos. Me cuenta cosas de su hija, de su mujer, de su trabajo, del asco de vida que tiene –que no es que yo crea que su vida es un asco, es que él lo cree, o al menos eso me cuenta-, de los directos de la Orquesta Panorama que ha ido a ver…

Los viernes, cuando los post-adolescentes se retiran de una noche de juega universitaria y pasan por nuestro lado borrachos y felices, los pone a caldo, porque “qué juventud esta, todo el día vagueando y borrachos…”. Yo, cuando me dice esas cosas, siento mucha lástima de él, porque pienso que lo más probable es que no haya tenido amigos con los que salir de juega en esa etapa tan bonita que consiste e vivir y disfrutar.

También odia bastante a los mendigos que viven en la calle, a los que pone a caer de un burro cada vez que tiene ocasión por “vagos y borrachos”. Si es que…

Mi pesado particular no se contenta con hablarte. Él se empeña en preguntarme cosas que yo trato de ignorar mientras subo el volumen de mi I-pod o me concentro en la novela de Natalia Sanguino, Diario de Una Periodista en Paro… pero él, buscando siempre mi complicidad y aprobación, tiene a bien dejarme un agujero en el hombro a base de darme toquecitos con el dedo para que yo salga de mi mundo y le responda.

Cuando subo al autobús, busco sentarme siempre en uno de esos asientos solitarios, porque si me sentaba en los pareados, él se sentaba a mi lado invariablemente. Mi truco funcionó más o menos una semana. Luego, aunque hubiese mil asientos libres en el autobús, él se quedaba de pie a mi lado, dándome la chapa como el profesional que es hasta que a las 07.25 arrancaba mi autobús destino al Gabinete… 25 minutos de relax y calma, si no contamos con el indescriptible olor de esa extraña señora que se sentaba a mi lado los jueves.

Esta mañana he venido a trabajar en coche por primera vez. P. venía a mi lado infundiéndome confianza y corrigiendo mis errores con una paciencia impropia de él que jamás seré capaz de agradecer como merece. He pasado un poco de miedo, pero la calma que supuso no tener esa voz desagradablemente gutural, ese olor rancio y esa conversación obligada en mi trayecto al trabajo ha compensado cualquier otra cosa.

Definitivamente, el coche me ha hecho ganar, sobre todo, tranquilidad… quién me lo iba a decir, con el miedo que le tengo a conducir.



SUENA EN MI I-POD: “Crazy”, del disco Get a Grip, de Aerosmith. Ha sido el primer tema que ha sonado en la radio de mi nuevo coche. Y por poco me quedo tal que así mismo por culpa de mi pesado, así que no me podía venir mejor.

LA PREGUNTA DEL MILLÓN Y LA RESPUESTA CORRECTA

Miércoles 10 de febrero, 21:30 horas.



Hace un frío pelón en A Coruña, pero eso no ha impedido que cinco hermosas y jovencísimas mujeres paseen por un centro comercial de reciente apertura. Vienen de visitar la casa de una de ellas, un nuevo hogar que acaba de estrenar junto a su flamante esposo y su todavía más flamante barriga de embarazada primeriza.

Después de comprobar que, efectivamente, las paredes han quedado genial con esa pintura, y sin duda el cuarto del bebé quedará estupendo, las cinco se lanzan a la gélida noche dispuestas a sentarse frente a un plato a cenar y reirse, no necesariamente por ese orden.

Es una de esas reuniones femeninas que tanta urticaria causan en algunas personas, pero que a ellas han terminado por resultarles terapéuticas. Se ríen, cotillean, se cuentan novedades del trabajo, de sus vidas, de los planes de futuro que cada vez son más presente… es una terapia de grupo en versión pandillera de lo más entretenida.

Por el camino al restaurante, pasan por delante de una zapatería. Tiene unas ofertas buenísimas… aunque los zapatos son de todo menos buenísimos… aún así, una de ellas necesita un par de botines para un disfraz de carnaval, así que mientras ella paga unos richelieu en rojo sangre con tacón alto y hebilla lateral, las demás desmantelan los expositores, probándose salones de tacón alto, peep toes de serraje y bailarinas primaverales.

Salen de la zapatería oteando el horizonte en busca de algún sitio donde sentarse a cenar.

Una no quiere pizza. Otra no quiere hamburguesa. Y el Centro Comercial no quiere que ellas mantengan la línea, porque todo lo que oferta para comer pasa por la freidora más grasienta del mundo. Comida basura, de la que engorda terriblemente y te pone el culo como el de Beyonce… vamos, de la que mola.

Caminan indecisas… kebab, McDonalds, Burger King… y al final encuentran un local de buffet libre. Comer hasta reventar, lo que necesitan para acompañar esa charla que ya saben de antemano que las llevará a reírse de todo y de todos, de ellas mismas incluidas.

En la entrada, un grupo de adolescentes con tantas hormonas como granos da cuenta de una cena opípara a base de precocinados y helado con chocolate. Hay una niña que lleva la misma falda que la de la fiesta de disfraces se ha comprado para su caracterización. Se ríen.

Tres niñas entran delante de ellas. En la entrada, un cartel reza “esperen a ser atendidos”… y como son muy buenas niñas, esperan.

Una camarera vestida de negro, con el pelo teñido de rubio, sale a su encuentro, y les sonríe:

“¿Sois cinco?”

(Una de ellas piensa para sus adentros “comenzamos mal si no sabe contar”)

“Sí, sí, cinco”

“¿Para cenar?”…


¿PARA CENAR?... A ver, son las diez de la noche de un miércoles, estamos en un centro comercial donde las tiendas han cerrado hace media hora, haciendo cola en la entrada del restaurante donde trabajas, y me preguntas si vengo a cenar… ¿cómo se supone que he de reaccionar ante esa pregunta?



Es que no lo comprendo, en serio. A mi este tipo de preguntas absolutamente innecesarias me resultan desconcertantes. Porque claro, si estoy en un restaurante a las diez de la noche a desayunar no vengo, y a bailar desnuda encima de una mesa tampoco –que, por cierto, fue una de las alternativas planteada por las cinco amigas, pero bueno…-

¿Qué se supone que debe uno hacer ante una pregunta como esta? ¿Responder? Y en ese caso, ¿responder qué, exactamente?

Imaginaos por un momento que se nos hubiese ocurrido responder con un matiz igual de estúpido

“¿Vienen ustedes a cenar?”
“No, no, venimos a ver el apareamiento de los ácaros de la patata que tienen ustedes en la ensalada alemana”
“Ah, perfecto, ¿las siento juntas?”
“No, que corremos el riesgo de hablarnos, mejor cada una en un rincón del local”
Ah, pues estupendo”


… no hombre, no, estas no son preguntas lógicas. Es como si subes en el ascensor con un vecino y le preguntas “¿Qué, subiendo a casa, no?”… Que es que si te preguntan eso es para responder “No, qué va, es que me monto en el ascensor para ver si me cruzo con el del cuarto, que está como un queso, y consigo que me eche un polvo rapidito antes de la cena”. Pufffff….

Mientras nos sentábamos (por si a estas alturas hay alguien que tenga dudas, lo aclaro: las cinco protas somos unas amigas y yo) le dábamos vueltas a la preguntita de marras. De hecho, hasta escuche el comentario de “este tema es carne de post”… y claro que lo es.

Es alucinante la cantidad de preguntas idiotas que hacemos –y nos hacen- a lo largo de la vida. Conversaciones basadas en la estupidez más extrema, como la que tuve ayer con un taxista. Volvía a casa después de un día agotador, y al parar el taxímetro me dice “Son 5 con 63, señora”… estuve a punto de darle un puñetazo (por llamarme señora, se entiende, pero como estaba cansada pasé del tema violencia y me centré en pagar). Saqué del monedero un billete de 5 y una moneda de euro.

“¿No tiene los 3 céntimos?”
“Me temo que no”
“¿Seguro?"
“Sí, seguro”
“Es que si tuviera los 3 céntimos…”
“Pero no los tengo”
“Pufff. Pues a ver… es que así…”
“¿Qué pasa? ¿No tiene usted los 7 céntimos de la vuelta?”
“Sí, sí, pero es que si tuviera los 3 céntimos, pues mejor”

A ver, analicemos la situación. Es que no puedo creerme el tema. Si tuviese los 3 céntimos de las narices sería mejor… ¿por qué, exactamente? ¿Por qué con mis 3 céntimos y tus 7 ya tendrías 10, y podrías cambiarlos por una moneda más bonita? Joder, en serio, es que no lo pillo. Sencillamente no lo pillo.

Preguntas como esta me dejan completamente KO, a mi, que soy tan poco dada a la economía del lenguaje… pero es que hay veces que las preguntas son tan absurdas que merecen respuestas todavía más idiotas, aunque sólo sea por ver cómo se le queda la cara a tu interlocutor.

Pero volvamos al restaurante, por favor.

Las cinco amigas cenaron, se rieron, repitieron postre (bueno, postre y de lo demás también, que total, de perdidos al río), y cuando ya se iban, con el estómago lleno y el alma contenta de tanta risa compartida y tanto desahogo sentimental y afectivo, con el restaurante a punto de cerrar, se dirigieron a la puerta más cercana a su mesa.

El local tenía un total de cuatro entradas, abiertas todas… consecuentemente, cuatro salidas, abiertas todas… pero al llegar a la que quedaba más cerca de la mesa, una de las camareras les interrumpe el paso.

“No, por aquí no” dice la muchacha
“Pero entonces, ¿por dónde salimos?”
“Pues por la puerta”


Con dos cojones.

Hay respuestas que superan determinadas preguntas. Y también determinado umbral de consciencia. Asumámoslo.



SUENA EN MI I-POD:Free Fallin´” de Tom Petty & The Heartbreakers, un tema precioso, que me recuerda mucho a una etapa de mi vida que estaba llena de preguntas, y donde fui encontrando respuestas… afortunadamente ninguna era como estas.

EL CANGREJO DE PLATA O EL EXTRAÑO CASO DE LOS "PONGOS"

Un cangrejo de plata.



Enorme… qué digo enorme… descomunal, inconmensurable, titánico, gigantesco… vamos, grande que te cagas. Un cangrejo de plata maciza del tamaño de un país africano y con un peso que hacía imposible su desplazamiento de forma eficaz. Y por ojos, dos zafiros brillantes e inertes, que se te quedaban mirando embobados, como las vacas ven pasar el tren.

El cangrejo se abría, podías levantar su pesadísimo y valioso caparazón de plata maciza, y, al hacerlo, tropezabas con un cuenco del mismo material que los ojos del bichito.

Cuando, nerviosos y expectantes, mis hermanos y yo destrozamos el papel de regalo que adornaba la caja y descubrimos su interior no nos lo podíamos creer. Alguien le había enviado a mi madre como regalo navideño un enorme, inconmensurable, gigantesco… “caviarero” en forma de cangrejo de plata. Inenarrable, señores.

El caso es que, como todos esos regalos que uno no sabe muy bien si calificar de “detalles” o “venganzas”, el cangrejo gigante de plata (que os aseguro que sería la mejor arma homicida del mundo. Ni Grissom lograría averiguar con qué le has abierto la cabeza al del quinto), pasó a ocupar un precioso lugar en una de esas estanterías del salón que sirven para… pues para nada. Para acumular regalos de este tipo, y poco más.

Este cangrejito es el mejor ejemplo para explicaros lo que son los “Pongos”. Los “Pongos”, lejos de ser ese adorable dálmata nacido de la imaginación de Disney, son esos regalos que no sirven para nada, no son bonitos, no decoran, no son perecederos… pero valen un pastizal, con lo cual no te deshaces de ellos a la primera de cambio. No, en lugar de eso, los acumulas en casa –o en su defecto, en un trastero- mientras te planteas una y otra vez “dónde coño lo pongo”… de ahí su nombre.

La muerte de mi padre me ha demostrado que los “Pongos” campaban a sus anchas por la residencia familiar. Ahora que ninguno de nosotros tres vivimos ya en ella, hemos optado por vaciarla para ponerla en alquiler, una tarea titánica, os lo aseguro, porque hay que ver la cantidad de mierda inútil que uno acumula en treinta años.

De la cantidad de libros que había en la biblioteca familiar prefiero no hablar, porque la mitad eran míos, y de la otra mitad me voy a quedar unos cuantos… así que ese tema lo obviamos. Mil vajillas, tres cristalerías, tres cuberterías, mantelerías como para forrar media Galicia, sábanas suficientes para hacer la cama a todos tus enemigos –si los hubiere- y papeles inútiles entre los que se encontraban recibos de la luz de cuando aún se usaban velas, artículos de periódico amarillentos de mis primeros pinitos periodísticos, y una colección de fotos que ríete tú de los álbumes de la familia real… vamos, lo normal.

Y, a parte de todo eso, estaban los “Pongos”.

Los libros te los quedas, los repartes entre familiares y amigos, o los donas a una biblioteca. Las mantelerías y juegos de sábanas, idem. Siempre hay alguien que aprecia una vajilla inglesa, o un juego de te, y teniendo un santo fotógrafo, ya os podéis imaginar el revuelo que se armó con los álbumes de cuando Franco era corneta…

…pero los “Pongos”… los “Pongos” son tema aparte, amigos.

Porque… ¿a quién carajo le encasquetas tú una figurita de Lladró fea como un dolor con forma de ninfa flautista? ¿y las cucharillas de plata grabadas que te regalaban antes al nacer, útiles como ellas solas? ¿a quién le encalomas los cuadros dos por dos que nuestra adorada abuela paterna nos regaló por nuestra primera comunión, y que presidían el salón familiar?... porque está claro que a mi apartamento no me lo pienso llevar… y todo esto por no hablar del jodío cangrejo de las narices, el “pongo” más “pongo” de la historia de los “pongos”.

A mi todo este tema de los “Pongos” familiares me ha llevado a plantearme muchas cosas. Por ejemplo, ¿qué demonios se le pasa a la gente por la cabeza cuando decide regalarte un enorme cangrejo de plata maciza que sirve como caviarero? ¿Por qué son necesarias treinta vajillas en una casa dónde sólo se come tres veces al día… como en casi todas, por otra parte? ¿qué tipo de venganza oculta lleva a una abuela a regalarle a sus nietos un retrato por su primera comunión, como si fuesen Felipe II?

Y luego existe otra cuestión, porque hay “Pongos” que nacen, pero otros, queridos míos, se hacen… y esos son los peores de todos. Los “Pongos” que se hacen suelen ser fruto del amor de alguien de la familia por no deshacerse de nada. Por ejemplo, mis padres tenían un Super8 con el que grabaron cosas tan útiles a la par que elegantes como nuestro primer baño, o nuestra primera pataleta, y con esto de remasterizar la casa paterna, hemos recogido del olvido no sólo las cintas caseras, sino también el proyector, la banquetita que se usaba para elevarlo, y la pantalla donde proyectábamos esos engendros del pasado. Conservar el proyector, las cintas e incluso la banquetita tiene cierto sentido, pero ¿por qué hay que conservar una pantalla arrugada, llena de humedades y óxido, que puede ser sustituida por una nueva? No tiene valor sentimental, ni tecnológico, ni histórico… vamos, que no vale para nada. Pero ahí estaba, en el trastero, acumulando polvo y telas de araña… y ahí sigue, porque –y cito textualmente- “es una pena, a lo mejor se puede arreglar”. Eso, amigos, es un ejemplo perfecto de un “Pongo” creado: cuando se compró era útil. Ahora es un asco.

Yo, que en esto soy digna heredera de mi madrina, que hace limpieza tirando todo a la basura aunque suponga tener que comprar de nuevo la mitad de las cosas, estoy en shock con el tema de los “Pongos” familiares, sobre todo desde que he descubierto gracias a mis hermanos que el cangrejo asesino ha sido recolocado en otro hogar que, contra todo pronóstico, ha suplicado que se lo donásemos. Como dicen en mi tierra, “cousas veredes”.

En cualquier caso, y dado que el desalojo de la vivienda familiar ha resultado mucho más extenso y sorpresivo de lo esperado gracias a los dichosos “Pongos”, he decidido crear un grupo en Facebook, destinado a liberar el mundo de los regalos idiotas, inútiles y poco o nada prácticos, que bajo el título “por un mundo sin marcos de plata grabados”, pretende elevar una petición al Congreso para evitar que futuras generaciones se vean en el brete de tener que lidiar con “pongos” del calibre de una caviarera de plata con forma de cangrejo gigante. Buscadlo, y adheríos. Recordad que es por el bien de vuestros hijos.



SUENA EN MI I-POD: Mulder and Scully”, de Catatonia, un grupo que llegó a mi vida del mismo modo que se fue, rápido y sin avisar, y que he recuperado sin querer, por tropezar sorpresivamente con un sonido muy similar al suyo en una BSO de una película.

LA MADUREZ DE PETER PAN

Juventud, divino tesoro, te vas para no volver, decía el el gran poeta Rubén Darío… pero… ¿cuándo se marcha de verdad la juventud?




Y no hablo de juventud de espíritu, ni de juventud física. Hablo de juventud en el sentido sociológico de la expresión.

En un mes cumpliré 31, una edad que ahora se me antoja perfecta, pero que cuando tenía 13 años, me parecía la vejez extrema. Y es que las cosas han cambiado mucho en los últimos quince años. Tanto, que hay quien dice que los actuales treintañeros somos eternos Peter Pan atrapados en una post-adolescencia jalonada de sueldos mileuristas e independencia paterna que no hacen más que prolongar este estado.

Pero… ¿Es esto estrictamente cierto? ¿Nos negamos a crecer, a asumir responsabilidades? ¿Posponemos eternamente la madurez, o sencillamente hemos logrado darle nuevo sentido y mejores connotaciones al término?

Lo que resulta innegable es que la vida de los treintañeros sí ha cambiado. De eso no hay duda. Mi madre tenía 24 años cuando me parió. Tenía un matrimonio sólido, un puesto fijo, una hipoteca abarcable y un coche de segunda mano. Su vida social se reducía a comidas familiares, paseos por el parque, y una salida con los amigos muy de tarde en tarde.

Yo, con 24 estaba enfrentándome a mi primer contrato en precario, no tenía pareja estable, todavía vivía en casa de mis padres por que sueldo (300 euros al mes) no me daba para un alquiler, ni te cuento para una hipoteca, pedía prestado el coche a mi padre cuando me era imprescindible y salía de lunes a domingo, aunque sólo fuese a tomar unas cañas al salir del trabajo.

Con 31, mi madre tenía dos hijas y el proyecto de tener más niños, la hipoteca prorrogada para poder comprar el segundo coche y reformar la casa, dos ascensos a sus espaldas y una vida social todavía más exigua.

Mi vida de hoy sólo difiere de la de los 24 en un par de puntos: sí tengo pareja estable y sí me he independizado completamente, gracias a un puesto de trabajo menos precario que me permite afrontar, no sólo un alquiler, sino un ritmo de vida social igual de elevado que entonces. Ni rastro de hijos, ni rastro de calma social, ni rastro de vida tranquila.

Más o menos lo mismo puedo afirmar de los treintañeros que me rodean, incluso de aquellos que sí han optado por la paternidad. El pasado sábado salí a cenar con unas amigas, y terminamos tomando unas copas. Varios son padres, otros están a punto de serlo. Y estas cenas y salidas nocturnas las repetimos con mucha frecuencia.

Y no somos los únicos. Anoche, en la cervecería que flanquea el Teatro Rosalía, donde Felix Arias y Silvia Penide daban un concierto solidario a favor de Haiti, los treintañeros éramos mayoría aplastante. Decenas de nosotros nos agolpábamos en la barra a la salida de las oficinas dispuestos a tomar una caña en compañía de unos amigos y disfrutar de esa independencia económica y social que nos permite nuestra vida laboral. Algo mucho menos común hace quince años, cuando este tipo de reuniones eran escasas, y casi exclusivamente masculinas. De acuerdo que la emancipación económica hace mucho, de acuerdo también que retrasamos la paternidad, lo que nos permite mayor y mejor tiempo libre para nosotros mismos, pero, ¿son estas las únicas causas de que nuestra juventud se prolongue hasta bien entrados los cuarenta?

Hace unos años los sociólogos acuñaron un nuevo término para este tipo de “nuevos jóvenes”, treintañeros emancipados que gastan la mayor parte de su tiempo y su dinero en ellos mismos, sin a penas cambiar sus hábitos sociales post-adolescentes, pese a haber asumido nuevas responsabilidades laborales e incluso personales. Sin embargo, y pese a haber etiquetado el concepto, ni si quiera ellos han sido capaces de establecer si esta nueva situación social se ciñe a un cambio de roles, o responde a una nueva realidad: la juventud es cada vez más eterna.

Al parecer, y según expone Manuel Martín Serrano, sociólogo y periodista (que además fue profesor mío en la facultad… algún día os contaré lo de los cucullos…), la propia sociedad ha creado un nuevo compartimento no necesariamente estanco. Hasta hace bien poco, uno dejaba la adolescencia para pasar al mundo adulto de golpe y porrazo, a base de puteo laboral (llamado aprendizaje o becario). Pero este puteo profesional estaba más o menos bien pagado. El coste de la vida era menor, por lo que, en cuanto se encontraba un trabajo, uno de independizaba. Pero a día de hoy, pasan años hasta que un trabajo te permite independencia. En esos años que transcurren entre la salida de la adolescencia y la entrada en las responsabilidades adultas, se forja una nueva identidad, la de quien no ha tenido opción a disfrutar de su verdadero “yo” durante sus primeros años laborales, porque económicamente no le era posible. Y ese nuevo “yo” decide recuperar el tiempo una vez que alcanza ese punto.

Factible, sí, pero… vayamos más allá.

Las mujeres- el campo que, evidentemente, mejor conozco- de 30 años no somos ahora como éramos hace 15 años. Madres o no, trabajadoras en casa o fuera de ella, nos hemos vuelto a mirar al espejo que dejamos de contemplar hace años. Nos cuidamos más, nos consentimos más, nos disfrutamos más… y lo asumimos y reivindicamos con la mayor de las naturalidades.

Una amiga me decía el otro día que “estamos mejor ahora que a los 20, porque estamos más pulidas”… y tiene razón, al menos en parte. A los 20 estaba más delgada, más tersa y más fibrosa. Mi piel relucía de salud y me quedaba todo por probar… pero miles de complejos me asediaban, y no ha sido hasta hace bien poco que he aprendido a perdonármelos. Por eso ahora, a mis treinta y casi uno, me veo mejor, aunque no lo esté. He sustituido esa naturalidad acomplejada por buena cosmética y manicuras sin remordimientos ni dolores de vergüenza. No pienso pedir perdón por querer disfrutar de mi misma, de mi cuerpo, de mi dinero y de mi vida como a mi me de la gana, y eso, claro, se transmite.

Pero pese a todo este ejercicio de autoafirmación –soy joven, soy joven… ahora se vive hasta los 90, ergo con 30 estoy empezando a vivir-, me preocupaba sobremanera la pregunta que rondaba mi cabecita pasada por la peluquería y las mechas que dejaron atrás el fosco pelo veinteañero… ¿no será esta “nueva juventud” un invento para volvernos eternos Niños Perdidos? ¿O de verdad soy una adulta que ha decidido vivir su vida como quiere? ¿Escapamos de las responsabilidades que socialmente se han considerado adultas, o las cambiamos porque podemos, porque queremos, consciente y responsablemente? ¿Es necesario ser “como tu madre” para ser adulta, o basta con asumir la responsabilidad de tu propia vida?

Daba vueltas a todo esto mientras felicitaba el cumpleaños a la primera de nosotras que ha cumplido los “taytantos”, y he decidido darme una respuesta sincera. Una respuesta de aceptación. No soy joven. No, al menos, en el sentido “peterpanesco” de la expresión. He asumido responsabilidades buscadas, y otras llegadas sin intención, pero no por ello asumiré un rol que me es impuesto y ajeno a partes iguales. Soy una mujer de 30 años que vive la vida que quiere, como quiere, con quien quiere. Me he perdonado, he aprendido a quererme, y consecuentemente he aprendido a perdonar y querer. No voy a asumir roles ni esperanzas de otros, porque no son mías… y creo que eso es un síntoma inequívoco de madurez.



SUENA EN MI I-POD: La magnífica, brillante, alucinante, extasiante… la inmejorable versión que Cake grabó del clásico de la diva Gloria Gaynor, “I will survive”, un temazo en toda regla que me sirve para dedicar este post a quien más se lo merece, a todas esas pedazo de hembras que me acompañan en este camino a la madurez. En especial, claro, a Mercedes y VaneFELICES 31, CHICAS.