EL GURÚ DE LOS ZAPATOS



Mi zapatero es como un gurú para mi...



 


... por eso, cuando al salir del despacho esta tarde me he pasado por allí para dejale tres pares de maltrechos zapatitos, y me ha contado su teoría humana del zapato, me ha dejado patidifusa.

Vereis, Roberto –así se llama mi zapatero- es hijo de zapatero y nieto de zapatero... y quién sabe qué más antecesores zapateros tenía este hombre. Regenta una zapatería en el centro de la ciudad, un establecimiento pequeñito y de aspecto cálido y tradicional, donde atiende él en persona.

Yo, que no he nacido en el barrio donde ahora vivo, conocí a Roberto hace unos años, cuando me mudé. Mis relucientes zapatos rojos de ante se quedaron sin tapas, y decidí buscar un zapatero cercano que me los arreglase... y le encontré a él. A penas un mes después, mis botas negras favoritas perdieron firmeza en la cambrena (que resulta que es el arco que los zapatos de tacón forman en la base del pie), de forma que, al pisar, el tacón se escurría hacia atrás y me hacía perder el equilibrio. Le llevé entonces las botas, pensando que me las arreglaría, pero él se negó. “Yo si quieres te arreglo la cambrena, te la refuerzo, te cobro 20 o 30 euros, y en dos meses vuelves y volvemos a empezar, porque no durará más. Tú eliges”, me dijo.

Y elegí. Elegí serle fiel a Roberto y llevarte todos y cada uno de mis zapatos cada vez que, malheridos y agonizantes, pidiesen papas.

Roberto trata los zapatos con verdadero mimo.  Despliegas tu cargamento de stiletos sin tapa, botas despuntadas y bailarinas con la suela gastada sobre el mostrador de esa pequeña zapatería y observas como los coge con delicadeza, y los escruta detenidamente. Toca la piel de la puntera, mira con detenimiento las tapas, acaricia el lateral... y luego diagnostica: “necesita tapas y yo le pondría un refuerzo en la puntera. Te los tengo para el viernes”, sentencia.

Esta tarde he entrado por la puerta de mi pequeña zapatería con mucho trabajo atrasado. Me pasa siempre con el cambio de estación, que, al empezar a calzar nuevamente los zapatos que guardé con mimo seis meses antes, varios de ellos deciden coger la gripe y perder sus tapas, o depellejarse en las punteras. Así que cuando Roberto me saludó con su sonrisa habitual y me preguntó “¿Qué me traes hoy?”, tuve que hacer recuento.

Sobre la mesa dejé mis stileto negros con tachuelas, a los que les falta una tapa desde el pasado viernes, y que empiezan a mostrar debilidad en la suela. También esyaban allí los peep toe azul klein que me compré para la boda de mi amiga Uxía y que adoro con locura, desenado estrenar tapas. Y también mis botas de ante marrón, cuyos tacones flaquean, con la puntera desgastada de tanto “made for walking”.

Roberto sonrió. “¿Pero qué os ha pasado hoy a todas, que habeis venido con el cargamento de la temporada”, dijo.

Me extrañó el comentario, y le pregunté. Al parecer, la mitad de sus clientas –somos en un 99% mujeres- hemos elegido precisamente este martes para llevarle trabajo. Y, al ver que efectivamente la trastienda estaba rebosante de zapatos, solté mi frase favorita con él.

“Bueno, ya sabes que no tengo prisa”, dije.

“Ninguna la teneis, esa es mi suerte”, aseguró. “Es lo normal en las mujeres que visitan al zapatero”.

Y aquí si que ya me pudo la curiosidad... y claro, pregunté... ¿Qué tipo de mujeres visitan al zapatero? ¿las que tienen que arreglar un zapato?

“No, en absoluto”, me explicó mi gurú. “La cultura del zapatero es la misma que la de la modista o la tintorería. El mundo, de hecho, puede dividirse en dos grupos. Las mujeres que visitan al zapatero, y las que no. Las que sí recurren al zapatero son mujeres fuertes, con carácter, que saben lo que quieren y valoran lo que cuesta. Compran cosas que les gustan, no sólo porque las necesiten, y las cuidan, las miman. Son las mismas mujeres que prefieren comprar en una pequeña tienda que en Zara, o que se compran un vestido una talla más grande porque la suya les queda justa en algún punto, y luego lo llevan a arreglar a la modista, para tener lo que quieren. No es una cuestión de dinero, tengo clientas que me traen zapatos de 20 euros, de 100 euros, y de 800 euros. Es cuestión de dar valor a las cosas, no de los que las cosas valgan”.

Al parecer, según asegura mi zapatero, vivimos una segunda juventud de este tipo de mujer, “porque hace una década ninguna mujer traía sus zapatos. Si se estropeaban, los tiraba, y punto. Sin embargo, hace 30 años era una señal de distingción cuidar las cosas, arreglarlas... es señal de que has hecho un esfuerzo para comprarlas, y no quieres perderlas tan rápidamente”.

Me marché dejando allí mis tres pares de zapatos y dándole vueltas al discurso de Roberto, porque... ¿soy yo una de esas mujeres? Soy impulsiva, siempre lo he sido. Lo quiero todo, y lo quiero ya. A priori, no doy el tipo, y sin embargo... sin embargo, hace años que dejo mis zapatos en sus expertas manos. Tengo una modista de mano, que sube bajos, estrecha cinturas y da holgura a las sisas de mis compras, y hasta acostumbro a tener flores frescas en la entrada de casa.

Me gusta la idea de poner en valor las cosas... y más en esta época fast food en la que damos puerta a todo lo que no funciona como deseamos, sea una televisión, un par de zapatos, o una relación.

¿Qué hacer cuando nuestra pareja no funciona? Pues romper. Nada de intentar arreglar las cosas poniendo en valor lo que significa para nosotros ese “otro”. ¿Y cuando una amiga nos falla? Cest fini, querida, para qué tratar de hablar las cosas. ¿Y si me ofrecen un curro mejor pagado? Ciao, jefe. Sí, este trabajo me gusta más, me importa más, me interesa más... pero en el otro cobro 50€ más, así que...

He llegado a casa con la sensación de que, efectivamente, soy “esa mujer” que lleva sus zapatos al zapatero, que estrecha sus vestidos cuando adelgaza, que tras una discusión plantea una reconciliación y no una ruptura...

... y acto seguido, me he descubierto a mi misma tirando a la basura unas medias con un pequeño enganche y me he dado cuenta de que la diferencia no está entre las personas que tratan de conservar las cosas, y las que no... la diferencia está entre quieres saben cuándo hacerlo. Y en eso estoy trabajando.




SUENA EN MI I-POD:Old Time Rock&roll”,  de Bob Segar, más conocida como la maravillosa BSO de “Risky Bussines”. Un clásico pegadizo y genial!

PALABRAS MÁS... PALABRAS MENOS...

Las palabras… ah! Las palabras… qué invento tan maravilloso, ¿verdad?



Hablemos de las palabras, hablemos de hablar. Hagámoslas nuestras, retorzámoslas, juntémoslas, separémoslas irremisiblemente para luego dejar que se toquen de lejos. Juguemos con las palabras, que para eso las hemos inventado.

Para los que, de un modo u otro, nos dedicamos a la comunicación, las palabras son nuestra herramienta primordial de trabajo. Es verdad que hay muchas otras formas de transmitir mensajes –el tono de la voz, los gestos, hay incluso quien dice que el mismo pensamiento... – pero nadie ha encontrado todavía ninguna tan eficaz y práctica como el lenguaje.

Yo fui educada en un respeto casi reverencial a la lengua… o tal vez debería decir a las lenguas, porque pese a que en mi casa siempre hemos sido castellanohablantes, no es menos cierto que mi padre hablaba correctamente el gallego. De él precisamente he heredado esta querencia por las letras, por el negro sobre blanco.

Haber nacido y crecido rodeada de gente que amaba las palabras me dio la oportunidad de conocer muy de cerca las increíbles capacidades del lenguaje. Las palabras, sueltas, encadenadas, leídas o escuchadas, pueden provocar mil y una reacciones diferentes, y dominar ese entramado, controlar ese poder, me parecía una tarea titánica y al mismo tiempo sumamente interesante. Conocer el poder de las palabras era, en definitiva, conocer y dominar todos los poderes, y a mi el poder siempre me ha parecido de lo más atractivo.

Así que desde muy niña me afané en domar mi propio idioma. Me encantaba –me encanta- leer, y todavía más si cabe escuchar. Recuerdo con claridad los cuentos que mi padre nos contaba a mi hermana y a mi allá en los 80, historias increíbles sobre un “marcianito despistado” que aterrizaba en medio de un cruce semafórico y trataba de sonsacarle información sobre la Tierra a las luces intermitentes del semáforo, sin, evidentemente, ningún éxito. Con los años, aprendí dos cosas importantísimas de esa historia: la primera, que mi padre era un visionario (años después el gran Eduardo Mendoza, reciente Premio Planeta 2010, publicaba “Sin Noticias de Gurb”, y yo volvía a enamorarme de los extraterrestres despistados), y que las historias que el marcianito de mi padre protagonizaba no eran más que la demostración literaria de que, de nada sirve dominar el lenguaje, si no hablamos la misma lengua que nuestro interlocutor.



Sí, me encanta aprender palabras nuevas.


Sí, me gusta leer textos bien escritos.


Sí, soy la pesada de los tiempos verbales correctos, de los adjetivos adecuados…


Y sí, defenderé a capa y espada que los tacos son lenguaje correcto –en según qué momento-, que la lengua es de quien la habla y la vive, y que por muy correctos, cultos y elegantes que seamos hablando, o escribiendo, de nada nos servirá si no nos comprendemos.

 
Pero, entonces, ¿dónde está el límite? ¿Cuándo se deja de ser culto, correcto, elegante, para resultar pedante, manido y hortera? ¿Cuándo una expresión deja de ser popular para convertirse en vulgar? ¿Es “cocreta” una palabra? ¿Es “almóndiga” aceptable? Pues depende, creo yo… dependerá de quien o quienes se hagan dueños del idioma. Y yo, que presumo de entender las raíces latinas de casi todas nuestras palabras (no todas son latinas, y es curioso, y divertido, notar las diferencias) soy también una gran defensora de la sabiduría del Imperio Romano: In medium virtus est.

Del mismo modo que no me parece bien decir “Te voy decir una cosa” o “Yo opino de que deberíamos ir por otro camino”, tampoco creo que hablar como si Quevedo todavía se pasease entre nosotros sea una buena idea. Quizás, sólo quizás, lo elegante, lo correcto, lo verdaderamente eficaz, eficiente y efectivo esté en hablar con naturalidad, pero con corrección. En escribir respetando la gramática y la ortografía, pero sin frases subordinadas de tamaño superlativo que compliquen el párrafo. Ni comamos “cocretas” ni “almorcemos frugalmente”… seamos, digo yo, sencillamente operativos.

¿Seamos mediocres entonces?... pues tampoco es eso, creo yo. Porque una cosa es ser operativos, hablar y escribir de forma que nos entendamos todos, y otra muy diferente es dejarnos llevar por la desidia y olvidar que las lenguas son algo vivo, en constante movimiento y, en la mayoría de los casos, con un bagaje lo suficientemente interesante como para no emplear sólo un ínfimo porcentaje de su riquísimo léxico.

Porque, por el mismo motivo que defiendo la popularidad de las palabras, su pertenencia al pueblo, reconozco el poder que nosotros, como usuarios de esa lengua, tenemos para cambiarla, transformarla, convertirla en algo aún más hermoso y, a la vez, más útil. Así que sí, la lengua está viva, cambia, se mueve… pero no tiene por qué ser necesariamente a peor. Depende de nosotros. Es nuestra.

A esta extraña conclusión he llegado después de que el azar, el destino, la casualidad o los hados, qué se yo, me descubrieran a mi misma que, ni sé tanto como creía, ni tan poco como otros pretenden de lengua. Y todo gracias a los amigos –que es gracias a quienes pasa casi siempre casi todo-. Ellos fueron los que se encargaron de enseñarme nuevas palabras (Gracias A.; “desopilante” y “sicalíptico” han entrado a formar parte de mi particular diccionario… encontraré el momento para utilizarlas, seguro). Y también gracias a ellos comprendí que también yo puedo enseñar palabras nuevas (U., es siempre, siempre, un placer).

Así que desde aquí comienzo mi particular cruzada por la no vulgarización del lenguaje, y, al mismo tiempo, por su popularización absoluta. Que nadie nos arrebate lo que es nuestro… y que nosotros no emponzoñemos nuestra casa.

Cada palabra cuenta… las nuevas, las recién aprendidas, también.




SUENA EN MI I-POD: Pues como no podía ser de otro modo, el “Palabras más, palabras menos” de Los Rodríguez… porque, una palabra más, o una menos… no son lo mismo.

A GRANDES MALES, GRANDES REMEDIOS

A igual trabajo, igual salario.




Eso gritaban las sufragistas de los años 30, cansadas de ver cómo su trabajo, desempeñado en muchos casos en sustitución de sus maridos, destacados en el frente en La II Gran Guerra, era remunerado por debajo de su valor real.

Más trabajo, menos salario.

Eso grita el GILIPOLLAS de Díaz Ferrán a quién quiera oirle. El presidente de la patronal (que Dior nos pille confesados) se marcaba ayer esta pedazo de declaración en una comparecencia pública.


"Los trabajadores tienen que saber que para mantener su puesto de trabajo, el producto o el servicio que salga de su empresa tiene que ser competitivo. Si no se aumenta la productividad y si no se tienen los costes salariales adecuados, la empresa acaba cerrando y ese trabajador que quiere cobrar más al final no acaba cobrando más que el paro"


Aleluya, hermanos, cantemos todos aleluya, amén.


Al parecer, mientras gobierno, oposición, sindicatos, empresarios, trabajadores, parados, amas de casa y demás fauna (y flora) nacional e internacional se afanaban en encontrar una solución a la crisis, el hermano Díaz Ferrán tropezaba con el Santo Grial entre las quiebras de Air Comet y Marsans.

La solución a la crisis global que vivimos es muy sencilla: sólo tenemos que trabajar más, y ganar menos… y yo me pregunto… ¿todos?. Porque no podemos olvidar que esta verdad absoluta, sólo comparable a la esferidad terrestre, la pronuncia el hombre que ha quebrado dos empresas, dejando, en el segundo de los casos, a miles de empleados en la calle, y en el primero, a miles de empleados en la calle y a cientos de viajeros en el aeropuerto de Barajas, con las cuentas corrientes vacías, pero sin vuelo. Y esto, sin despeinarse, el tío… igual porque es calvo, claro. Y sin perder ni un euro de su(s) cuenta(s) nada, pero nada corriente(s).

Y encima a mi la sentencia en sí misma no me parece tan clarividente. De sobra es sabido que de las crisis se sale trabajando, y a nadie escapa el hecho de que, cuando hay poco dinero, los salarios no crecen.

O sea, que, a priori, podría funcionar… si no fuese porque, ahora que lo pienso, si los currelas dejamos de cobrar (o cobramos menos), pero los precios no bajan, no sé quién coño va a comprar nada de lo que se produzca, me da igual servicios que productos.

A no ser… a no ser que la idea de Ferrán sea que los empleados trabajen más cobrando menos, para permitir así que los empresarios ganen más trabajando menos, y sean ellos, esos pedazo de visionarios, los que mantengan la solvencia del mercado.

Si es que soy una ilusa.

Yo, que creía que la solución a la crisis pasaba por permitir –o mejor dicho, obligar- a los estados a controlar el mercado bursátil y financiero con leyes férreas contra la especulación.

Yo, que pensaba que la solución pasaba por reactivar el consumo (y reeducarlo) y creía que eso sólo se podía hacer bajando precios y subiendo salarios…

Yo, que en mi infinita estupidez esperaba que las empresas y bancos responsables de determinadas quiebras, dislates y timos pagasen sus fechorías…

Yo, esta menda lerenda, que consideraba que tal vez, sólo tal vez, los empresarios estarían dispuestos a recortar beneficios (ojo, que no digo a sufrir pérdidas, sino a ganar menos, pero ganar, al fin y al cabo) para poder mantener así los puestos de los trabajadores que cobran 700, 800, 1000 euros…

Yo, al parecer, soy una idiota integral de tomo y lomo. Y, por contra, el señor Díaz Ferrán es un visionario capaz de hacernos superar una crisis planetaria que no hemos provocado precisamente lo que cobramos un sueldo medio.

A igual trabajo, igual salario, gritaban las feministas de los años 30.

Menos salario y más trabajo, gritaba ayer el presidente de la patronal.



Menos gilipolleces y más mea culpa, deberíamos gritar todos los demás.



Hay que joderse con el visionario de los huevos, cómo han cambiado los gritos de guerra, madre mia.





SUENA EN MI I-POD: Mike Farris, Mike Farris, Mike Farris… desde que el viernes pasado viví su directo de la Sala Capitol no sé –ni puedo, ni quiero- escuchar otra cosa. Qué pedazo de voz, qué pedazo de sonido, qué directo, qué ritmo. Y pensar que iba a perdérmelo…

HOLLYDAYS, HERE WE GO!!!

Hay vacaciones y VACACIONESQUETECAGAS…




Servidora empieza unas de las segundas en… pues en nada… vamos, que estoy en plena cuenta atrás, oye –cinco, cuatro, tres, dos, uno…-. El lunes aterrizo en los madriles para cenar con mi hermana y mis amigos capitalistas –o sea, de la capital-, que tenemos muchas cosas buenas que celebrar, y luego ale, a vivir que son dos días.

Bueno, en realidad no son dos… son algunos más, porque cruzar el charco para dos días es un poco tontería… que sí hay que ir se va, oye, pero ir pá ná… pues eso.

Mi chico y yo nos vamos a Cuba.

(Ahora es cuando unos me cuentan lo bien que se lo pasaron allí, otros me dicen la envidia que me tienen, y un tercer grupo intenta sacarme de mis casillas hablándome de toda la miseria y tristeza que voy a ver, y me insisten en que ellos jamás escogerían este destino)

Cuba era “nuestro destino”. Cuando nos conocimos, hace la friolera de siete años, planeamos un viaje a Cuba que nunca se produjo. Nos quedamos en paro, encontramos otros trabajos, nos fuimos a vivir juntos… y Cuba siempre siguió ahí, en nuestras cabezas.

Era nuestro destino soñado, pero no en el sentido convencional: nada de sol y playa en Varadero… nosotros queríamos ver Santiago y La Habana, y los pueblos del centro, y Bahía Cochinos y Guantánamo… y escuchar el dulce acento isleño mientras bebíamos ron al atardecer en un chiringuito en medio de ninguna parte.
Llegamos a planear el viaje completo hace cinco años, pero en el último minuto Don Dinero se interpuso entre nuestro camino, y tuvimos que cambiar el destino por otro que no desvalijase nuestra entonces todavía más exigua cuenta corriente. El elegido fue Turquía, nuestro primer gran viaje juntos (si obviamos nuestra escapadaza a Lisboa, que fue estupenda, por otro lado).
Estambul abrió nuestro apetito viajero, y ya no pudimos parar.
Al año siguiente, con Cuba en el cajón por falta de recursos, optamos por una escapada a Budapest, una ciudad maravillosa que nos duró poco pero a la que volveremos algún día.

Tras Budapest, vino Londres, y tras Londres, una escapada en coche por el sur peninsular de la que guardo un recuerdo especialmente agradable… como cálido.

El año pasado, un año rarro, rarro, rarro, en el que ya dábamos por perdidas las vacaciones, terminamos por escaparnos a Tallin durante una semana, acompañados de un amigo. Fue un viaje maravilloso, divertido, ocurrente… lleno de anécdotas que contar y del que volvimos cargados de fotografías y de energía.

… y así llegamos hasta el 2010. Lisboa en enero, Estambul en octubre, Budapest en febrero, Londres en febrero, Andalucía en diciembre, Tallin en noviembre… coño, es que parece que perseguíamos el frío!!

Así que este año, un año de cambio, un año de inflexión y de asentamiento, un año en que nos merecemos las vacaciones más que nunca si cabe, nos hemos liado la manta a la cabeza.

Tenemos el tiempo –robado, ganado, atesorado a base de horas extras y fines de semana sin librar-, y tenemos el dinero –sólo ese, y ni un céntimo más… pero igual mañana palmamos, así que oye, para morir la más rica del cementerio…-. Así que hace un par de semanas nos pusimos en contacto con una agencia de viajes, planteamos nuestro itinerario, nuestro presupuesto y nuestras fechas… y ayer recogimos el fruto de un año de espera.

El lunes P. y yo nos vamos a Cuba. Una semana de viaje visitando la isla de la que salieron los cocktails (una bebida que ofrecían los nativos a los visitantes y conquistadores, hecha a base de ron y zumos, y adornada con una pluma de gallo, de ahí su nombre). Aterrizaremos en Santiago, volaremos luego a La Habana, y entre medias nos empaparemos de los colores, los olores, los sabores y el sonido de nuestro destino soñado. Con él cerramos una etapa y abrimos una nueva, en la que nuevos destinos soñados empezarán a llenar nuestro cajón de viajes pendientes.

Volveré a mediados de octubre con mil nuevas historias que contar y con un color envidiable, que para algo me voy al Caribe… de la resaca de mojitos ya hablaremos otro día.




SUENA EN MI I-POD:Habaneando”, la BSO de “Habana Blues”, una película de la que he acordado mucho estas últimas semanas, tanto como de “Lista de Espera”, una cinta que me hizo desear visitar Cuba más que cualquier otro destino en el mundo. Disfrutad de mi ausencia y portaos bien… o no.

LADY TALADRO


El otro día, charlando con Pinkocha, nos dimos cuenta de que con la llegada del otoño ambas padecemos la llamada Fiebre del Nido, esa enagenación mental transitoria que te impulsa a reorganizar el apartamento hasta el hastío, pensando, posiblemente, que tendrás que pasar encerrada en él buena parte del laaaaaaargo invierno gallego.




El caso es que yo padecí el peor ataque de esta fiebre en el invierno pasado, tras la muerte de mi padre, y aprovechando que mi ataque de reorganización coincidía con la renovación del contrato, pues mi santo y yo le dimos una vuelta a la casa de la que no sólo no me arrepiento, sino que estoy más orgullosa cada día que pasa.

Aún así, y pese a la semana y media que nuestro apartamento estuvo manga po hombro, quedaban algunas cosas por pulir que fueron puestas en orden este fin de semana: una nueva mesa de estudio para la edición, unas estanterías en la sala, un nuevo estante en la ducha, más cómodo y funcional... Así que el sábado por la tarde cogí mi taladro, mi atornillador eléctrico y mi disco de grandes éxitos de los 90 y me propuse a mi misma demostrar que, yes, we can, mi herencia materna existía.

Sí, sí, digo herencia materna, y no paterna, porque en mi casa la manitas era mi madre, una señora como la copa de un pino con un síndrome de la Fiebre del Nido peor que el de toda la población femenina de España junta y embarazada a la vez en septiembre... terrible!!!

Mi madre era una persona adicta a los cambios. Le gustaba su casa, le gustaba llenarla de gente y de ruido, pero le gustaba todavía más cambiarla cada dos por tres. Así que era relativamente fácil que te marchases de fin de semana con las amigas y, al regresar, tu habitación se hubiese transformado en la cocina, la cocina fuese la sala, y en la sala hubiese un armario empotrado nuevo. Ella era así.

De hecho, era “tan así”, que las vajillas en mi casa prosperaban como los champiñones, gracias en buena medida a las tiendas low cost que se multuplicaron entre los 80 y 90 en España, donde una nueva vajilla costaba lo mismo que un pack de yogures de los caros. Así que mi madre pasaba por delante de los escaparates, veía aquellas vajillas de colores, y se las traía a casa adoptadas, acompañadas de un mantel a juego y un nuevo juego de vasos con colorines. Esa noche compraba la cena precocinada en El Corte Inglés –no me pregunteis por qué allí-, y cenábamos todos juntos estrenando una vajilla que, en unos meses, dejaría de ser novedosa y por tanto pasaría a ser nuevamente sustituida. Porque hay que variar, decía ella.

Su tendencia al rediseño casero era divertida, lo reconozco, pero también altamente desconcertante. En mi casa no te podías dejar caer sin más en el sofá al llegar del colegio, porque corrías el riesgo de que en lugar de sofá hubiese, por ejemplo, una mesa de café, y te partieses el coxis al dejarte caer sin mirar antes.

Esa tendencia a la reorganización, síntoma inequívoco, me dijo una vez uns psicólogo, de terror por la monotonía y la rutina, la hemos heredado los tres vástagos más o menos por igual, con algunas diferencias... al igual que hemos heredado la tendencia estétitca de mi madre, que daba una importancia muy fuerte al hecho de que muebles, toallas, vajillas y casa en general estuviesen, además de ordenadas, coordinados y conjuntados.

Pero dejadme que os ponga un ejemplo de hasta que punto mi madre padecía el efecto Fiebre del Nido hasta límites insospechados.

Cuando yo tenía unos 13 años más o menos, no recuerdo cómo, la mesita del café del salón se rompió. Mis padres, como buenos hijos de su geneación, tenían en casa un salón que en teoría no debería haberse usado más que para las visitas, y que en el práctica acumulaba mis deberes, las consolas de mi hermano, las lecturas de mi padre, los ensayos de ballet de mi hermana, las tardes de calceta de mi madre, mil horas de tele familiar viendo Médico de Familia y como un kilo de babas fruto de las millones de siestas en sus sofás.

El caso es que ese salón tenía, 14 años después de la boda de mi padres, todavía los mismos muebles que les habían regalado por la boda. Todos a juego, todos clásicos, todos macizos... pero aquella mesita de centro se rompió, y mi madre optó por acercarse en la hora del café a una conocida tienda de muebles del centro de la ciudad y comprar otra... una que, por supuesto, pudiesen servirle esa misma tarde.

Cuando la nueva mesita llegó y mi madre la vio colocada en el centro del salón, se llevó una gran decepción. La madera no hacía juego con el resto de los muebles, como ella había planeado, el dibujo no se parecía nada al del resto de la sala y el cristal del centro era un poco más oscuro que las puertas del mueble grande... un completo desastre.

Pero ella, que era todo optimismo, sencillamente dijo “vaya por dios... tendré que pasarme mañana por la tienda”...

Cuando al día siguiente mis hermanos y yo llegamos del colegio, TODOS los muebles de la sala hacían juego... PORQUE TODOS HABÍAN CAMBIADO!!! ¿Por qué devolver una mesita que le gustaba sólo porque no hacía juego con el resto?... no, no, ella cambiaba el resto, y a tomar por culo!!! ¿Poco práctico? Tal vez, pero... cómo molaba!! jajajaja

Así que cuando el sábado me vi a mi misma con el talador, agujereando los azulejos de la ducha para colocar una nueva estantería en ella “solo porque me gusta más que la de antes”, de repente recordé toda la historia del salón y de mi madre y sus muebles para arriba y para abajo y pensé. “oh, dios, es verdad que heredamos lo peor de cada progenitor”... algún día os contaré que es lo que he heredado de mi padre... preparaos...






SUENA EN MI I-POD: “Ella siempre quiere más”, de Los Rebeldes, una canción que me obliga irremediablemente a bailar y cantar delante del espejo... ya sabeis, cosas de la herencia genética.

LUJURIA


Anoche no salí.




Estaba cansada. Cené algo con P. y él bajó a tomar unas cañas con unos amigos mientras yo me arrellanaba en la cama con mi novela y mis pocas ganas de hacer nada.

Al terminar el primer capítulo fui al baño, y en el camino de vuelta no pude evitar acercarme al ordenador para comprobar el correo (¿¿pero quién coño escribiría algo a la 1 de la madrugada??), y de paso, las actualizaciones de los blogs que sigo...

...y ahí estaba, QuiteBrown había actualizado hablando de manías (yo no tengo, eh, casi ninguna vamos... solo un millón), y cerraba su post con un tema que no había escuchado nunca.

Clické el link... ¿cómo no hacerlo? Y al instante la voz sensual de Carlos Tarque me arrebató el sentido cantándome suavemente “Sólo quiero despertarme contigo”... y me rendí.

Tal vez sea un tema romántico, puede que sí lo sea... yo no lo vi así. Para mi, era un canto a la sensualidad más desatada que me provocó mariposas en el estómago y ganas de pintarme los labios de rojo. Me volví consciente del tacto de la seda sobre mi cuerpo y del aire cálido de la noche, y de repente tuve sed. Fui a la nevera a por un vaso de agua helada, y me pareció tan agradable el tacto en mis labios que no pude parar de beber... ese es el efecto que provoca en mi la música.

Cuando tienen15 años todas las niñas son princesas. Quieren un amor que salte muros para rescatarlas y un padre de familia que las mire con arrobo mientras mecen la cuna del pequeño, que las bese con dulzura y les susurre al oido palabras de amor, piropos perfectos “eres tan bonita” “eres preciosa”...

Yo no.

Yo quería un amor arrebatado que saltase el muro para pasar una noche en vela conmigo sobre una cama desordenada, que me viese como una amante que jamás haría su perfecta esposa, que me mordiese el cuello y me hiciese aullar, mezcla de dolor y desmayo... yo no quería ser guapa, yo quería ser irrefrenable, como el deseo que ansiaba provocar.

A los 15 años, todas querían ser princesas... yo quería ser la amante del rey.

Con los años, he asumido e incluso amado mi desatada querencia por la sensualidad. No concibo el amor sin sexo, y no hablo  solamente del acto en sí mismo. Creo en el poder de los sentidos, en la catarsis de la caricia y en esa enajenacion mental que provocan los roces inesperados y concupiscentes.  Creo que estamos hechos para desearnos y tocarnos, para besarnos, para mordernos... creo que no hay fruta más sabrosa que la boca entreabierta de la persona deseada y creo que entre el dolor y el placer hay una linea muy fina que a veces –sólo a veces- debe cruzarse sin mirar atrás.

Para mi la sensualidad no reside sólo en el gesto manido del beso en los labios, del sexo placentero... una palabra a tiempo, una voz estremecedora, esa mirada de aviso “ten cuidado... me gustas”... pueden ser mejores que mil polvos, que un millón de orgasmos... pueden convertirte en mantequilla. Blanda, maleable... derretirte.

Una vez una amiga me dijo “tú yo somos más sexuales que hermosas, y debemos asumirlo”... no me costó nunca dar el paso, reconocer que no soy guapa, pero sí atractiva, que puedo no ser hermosa, pero sí deseable... porque soy capaz de hablar con esos gestos, con ese roce... con la mirada.

Y tal vez por eso, por mi propia comsciencia del poder de la piel, soy parca en roces vanos. No cojo la mano, no beso, no camino agarrada al brazo de mi partener... esta no soy yo. Guardo mis roces, conscientes e inconscientes, para poder sentirlos como los viví cuando descubrí que la piel era algo más que lo que cubría el cuerpo.

Amo esa sensación de sentirme viva a través de mis sentidos, notar como un susurro me eriza la piel de la nuca y me provoca un escalofrío cálido y suave. La sensación que me provoca robar una mirada traviesa, una sonrisa despistada, esa lengua que busca humedecer un labio seco, que en realidad rebosa de palabras. Ese instante, sólo mio, en que descubro un sonido, un acorde, un roce lejano, que hace saltar el corazón y el vello al compás de un ritmo que nadie más escucha... Eso que yo llamo estar vivo, y que otros llaman lujuria.

Durante algún tiempo, mi desatada querencia por la sensualidad, por la concupiscencia, por el roce de la piel, me llevó a creer que yo no era, sencillamente una mujer destinada a ser amada. Con los años, he aprendido que mi profecía era falsa. El amor y el sexo, al menos en mi vida, han ido siempre de la mano aunque no siempre en la misma dirección, y del mismo modo que he aprendido a vivirlos separados, he apendido a desearlos juntos.

Así que esta tarde, con permiso de los internautas, he abierto mi portátil para escribir este post personalísimo, desnudo y radical. No pido que lo comprendais, pero sí que probeis... tal vez si dejásemos de ponerle trabas al cuerpo, empezaríamos a comprenderlo con la mente.




SUENA EN MI I-POD: No podía ser de otro modo, con permiso de QuiteBrown, robo su enlace y pongo a este post la banda sonora que lo inspiró. La voz de Carlos Tarque y su “sólo quiero despertarme contigo”

CUADERNO DE BITÁCORA



Diario de a Bordo




Miércoles 11 de agosto.
16:00 horas.

Ely está de cumpleaños y está planteándose celebrarlo por todo lo alto, alquilando un velero para pasar el día en alta mar. Me ha llamado para preguntarme si me apetece el plan, y como soy coruñesa, o sea, de puerto de mar, e hija de un escritor y de una aparajeadora, llego a la conclusión de que llevo el mar en los genes y le digo que sí, que claro. Con dos cojones.

Al colgar caigo en la cuenta de que no he montado en velero en toda mi vida, y de que mi paseo en ferry hasta Tanger no resultó demasiado agradable... pero evidentemente ignoro toda señal de prudencia, que para eso soy de estirpe de lobos de mar... o algo así.

Viernes 13 de agosto.
19:00 horas.

Aún no tenemos el regalo de Ely, pero ya tenemos claro que embarcaremos el domingo a las 18:00. Llevo dos días pensando qué ponerme, porque claro, ir en velero no es como quedar de cañas. La cosa queda muy limitada por la prohibición expresa –por sentido común, básicamente- de llevar tacones. No sé si plantame un vaquero y las converse o elaborar un estilismo marinero a los Audrey Hepburn... aunque para eso debería hacerme con una pamela...

Domingo 15 de agosto,
11:00 horas.

El teléfono suena repentinamente. Ely, al otro lado de la línea, reconvoca la quedada marinera. En lugar de salir a las 18:00 saldremos a las 15:00... mierda!!! ¿Los puestos hippies donde pensaba comprar mi pamela estarán colocados antes de mediodía?

15:00 horas.

Ely, Noa, Pinkocha y yo –bueno, y “ellos”- nos encontramos en el muelle deportivo de Coruña. Ely se ha encargado de pertrecharnos con sandwiches ad hoc, empanada de zamburiñas y de atún –muy marineras ambas- y patatas fritas, que no sé muy bien si son marineras o no. También lleva brownie, muy práctico en alta mar. De beber nos hemos traído agua –innecesaria, creo yo, en medio de un océano lleno de ella-, cervezas y cuatro litros de cosmopólitan, con sus copas de martini y todo. Porque si hay que ir, se va, pero en condiciones. De la biodramina no se ha acordado nadie, porque no es imprescindible, evidentemente.

15:30 horas

Chenique, nuestro capitán, ha decidido enseñarnos a navegar, algo a todas luces imposible, pero como nos cae muy majo y no queremos que nos tire por la borda le hacemos bastante caso. Pinkocha coge las riendas del timón y el amante esposo de Ely se encarga de las velas. Damos dos vueltas e círculo sobre nosotros mismos antes de salir del muelle, pero no hemos volcado, oye, que es todo un avance.

Ely nos hace notar a todos que nunca había visto el Castillo de San Antón desde esta perspectiva.

16:00 horas.

Pinkocha continua guiando el barco... pero no sabemos hacia donde. J. se ha empeñado en que el truco para timonar bien en anticiparse, pero como no sabemos a qué, pues no podemos hacerle caso. Volvemos a pasar por delante del Castillo de San Antón, aunque un poco más a la derecha –o estribor- o Ely decide que, desde esta perspectiva, tampoco lo había visto, cosa que comenta para que quede constancia.

16:30 horas.

A estas alturas debemos estar ya por las Azores o así. El timón está en manos de J. que ha decidido que las olas, mejor saltarlas, así que teniendo en cuenta que soplan más de 20 nudos de viento y que no tenemos ni puñetera idea de navegar, no tengo muy claro que esto no zozobre.

El barco se escora por momentos. Empiezo a creer que deberíamos habernos acordado de la biodramina.

16:45 horas.

Una ola gigante no quiere someterse a J. y decide pasarnos por encima. Estamos empapados.

16:50 horas.

Pues parece que hay más de una ola rebelde, fíjate...

17:00 horas.

Mira, pues ahora sí que estoy segura. Deberíamos habernos acordado de la biodramina.

17:30 horas.

El capitán –el de verdad, el que tiene título y sabe navegar- he decidido que no es un buen día para lanzarnos a alta mar. Hace, dice, demasiado viento y el mar está revuelto. Regresamos a la bahía y ponemos rumbo a Mera.

17:45 horas.

Botamos ancla en la playa de Mera, algo aturdidos pero sobre todo hambrientos.  Nuestra anfitriona empieza a sacar los manjares mientras los demás nos tumbamos al sol y brindamos por su mayoría de edad (¿os he dicho que cumplía 18?). Los sandwiches vuelan y la empanada más. Los hombres se han lanzado a por las cervezas, pero nosotras, que somos muy nuestras, preferimos el cosmo preparado por Pinkocha y servido con esmero en las copas de cristal. El capitán decide probar el brebaje y aprueba su consumo... de hecho, lo aprueba y lo fomenta, pimplándose él mismo un par de copazos. Nos preocupa un poco el tema regreso, pero como ya vamos un poco maracas, no pensamos con claridad y nos dejamos llevar.

18:30 horas.

Hemos entregado los regalos –ideales, como la anfitriona- y hemos soplado las velas de la tarta. Ely y su amante –uy, perdón, marido, marido- se ausentan en la lanchita. Él rema y ella toma el sol. Ideales, la verdad.

19:00 horas.

Pili y Mili... perdón, J. y P., no quieren ser menos que Ely y L. y montán también en la barca. Se cruzan con unos niños de 7 años que les adelantan tranquilamente mientras ellos resollan. Regresan a bordo abochornados, pero en menos de 10 minutos vuelven a lanzarse a la aventura. De nuevo pierden en el pique con los infantes, mientras que estos piden asilo en el barco de sus padres al grito de “papá, papá, nos vamos ya? Esos señores de la barca nos persiguen”. Como no quieren volver a bordo como unos perdedores, se paran en una cala y cogen 5 kilos de minchas, pero a cambio se dejan allí media espalda, una mano y parte de la uña del dedo gordo del pie. Hernández y Fernández... perdón, P. y J., creen que han ganado, no les digais nada.

20:00 horas.

Estamos empezando a hartarnos de Amaia Montero. Decidimos pedirle al capitán que cambie el disco y nos ponga lo que sea: bachata, Luar na Lubre, Milikito... a cambio le ofrecemos otro cosmo, pero dice que no quiere beber más . Optamos por tomarlo como un síntoma de sensatez, y no de embriaguez... pero no estamos muy seguros.

20:30 horas.

Hay una luz estupenda y P. ha traído la cámara. Decidimos improvisar un posado al más puro estilo Obregón y nos encaramamos a proa dispuestas a sonreir y saludar... quedamos tan, pero tan monas, que posamos durante más de media hora. El barco nos sienta tan bien...

21:00 horas.

Está empezando a ponerse el sol, así que decidimos recoger nuestro campamento y zarpar rumbo a puerto. Queremos ver anochecer en alta mar.

21:30 horas.

Ely lleva el timón, y no lo hace mal, la verdad. Parece que el regreso será mucho más tranquilo que la ida. Al menos si no dejamos a J. coger el timón de nuevo.

22:00 horas.

Definitivamente hay menos viento y el mar está más tranquilo. Bromeamos mientras J. el de Noa (no confundir con J. el de Pinkocha) coge el timón y trata de dirigirse a puerto.

22:15 horas.

El sol se pone mientras pasamos por detrás del Castillo de San Antón, está vez en una perspectiva similar a las anteriores pero iluminado. Ely descubre que nunca había visto el monumento de esta forma y nos los comenta... empezamos a sospechar que Ely nunca había visto el Castillo de San Antón... y punto.

22:30 horas.

Desembarcamos en la dársena tostados por el sol, tocados por el salitre y con los ojillos brillantes por la emoción... y por los cosmos, claro. Nuestro día en el mar ha terminado y toca retirarse a descansar. Ely, definitivamente te has superado!!! Feliz Cumpleaños, sirena!!



SUENA EN MI I-POD: “La del pirata cojo”, de Joaquin Sabina... ¿qué si no?

CUANDO EL ROCK&ROLL CONQUISTÓ MI CORAZÓN



Cuando tenía 7 años me regalaron mi primer disco LP. Era un recopilatorio de Loquillo y los Trogloditas, que llegó a mis manos de las manos de mis tíos. En la portada, un enorme perdonavidas con tupé posaba sobre un fondo negro. Cuando lo hice sonar, “María” inundó mi cabeza y asoló mi corazón. Ya nunca más volví a tener 7 años… ni falta que hacía. Esto es lo que pasa “cuando el rock&roll conquistó mi corazón”.




Hay días que merecen la pena, noches que bien valen el madrugón siguiente. Porque a veces la vida merece la pena ser vivida.





Sientes ese cosquilleo extraño que te impulsa a sonreír sin sentido y sin motivo, sin por qué… pues porque sí, y punto. Y, cerveza en mano, amigo en la otra, la primera fila te espera y el corazón late más fuerte, pero ralentizado.

Anoche volví a enamorarme. Volví a la arena de los primeros besos y las miradas cómplices. Volví a perder la voz y las llaves de casa… total, no quería ni necesitaba ninguna de las dos.

Suena el primer rasgueo de guitarra y sientes que se te eriza la piel de la nuca, como si el hombre de tu vida estuviese respirando pausada y sensualmente a tu espalda. Cierras los ojos y ves pasar a una niña con un comediscos en la mano y una Superpop en la otra, y al abrirlos, eres ella.

Hay 10.000 personas bajo la fina lluvia de agosto pero yo solo veo el escenario, mi pasado, mi presente, mi futuro… y a ti. Es lo que tiene el Rock&Roll, que es capaz de conseguir que 10.000 almas sean una. Todos fuimos anoche Rock&roll Stars.

La actitud lo es todo. Por eso, como los guerreros que se saben victoriosos antes incluso de librar la batalla, arrancó el directo con un tema que bien podría haberlo cerrado… “¿no está empezando un poco fuerte?”… Nunca. Nada es mucho cuando el espíritu es libre… no te ates a mi, que soy ave de paso… “no hables de futuro, es una ilusión”…

Otro acorde, y me da un vuelco la cabeza. “Espero que estés en la playa, porque está sonando María, y te la está dedicando”… Pero yo ya sólo veo tus ojos y ese flequillo irreverente que te caía sobre ellos cuando nos conocimos. Nunca fuimos perfectos. pero en aquel momento, “por un instante… la eternidad”. Nunca aprendiste lo que quise enseñarte, y yo me cansé de demostrar cada día que ya no era frágil, pero tampoco fuerte… Me tiemblan las piernas y sonrío como una idiota. No me importa.

Pasan los temas y se suceden los momentos. Cruzo una mirada con uno de mis compañeros de fatigas musicales… no hace falta más. Ambos sabemos que ese acorde es indiscutible. Volvemos la mirada al escenario y el corazón a una actitud casi olvidada. Porque la vida, esa cosa que a veces nos pasa por encima y otras veces simplemente pasa de largo, se empeña en encauzar los torrentes, y estos, queramos o no, siempre terminan por desbordarse.

Huelo a salitre y cerveza, a noches eternas y mañanas perdidas deambulando en busca de la oportunidad que dejaste escapar. A actitud rebelde, a solidaridad de amigos encontrados. Huelo a mi misma, y me encanta.

Y cuando ya no puedo más, cuando la noche se ha hecho inolvidable, cuando ayer es hoy y no hay mañana, el desgarrado grito de una estrella que siempre fue mi osa mayor particular hace su trabajo, su particular alquimia.

Vuelvo a casa enajenada, más despierta que nunca, pero soñando igualmente. Y allí estás tú, que no fuiste pasado, que no estabas presente… que siempre has estado. El futuro… es una ilusión. Y las ilusiones son el motor que mueve el mundo, siempre hacia delante… “en la autopista”.



SUENA EN MI I-POD: Lo que vosotros queráis, hoy lo dejo a vuestra elección. Colocad en este espacio ese tema, el que sea, que os eriza la piel, que os hipnotiza y desquicia, ese tema que hace que una mirada sea todo lo que necesitas, que hace que vuelvas la cabeza sin pudor, con ese halo de misterio y supremacía que solo tenemos cuando nos sabemos deseados.

Yo, personalmente, dejaré que suenen en mi cabeza los acordes del directo que anoche dieron Exit, Carlos Childe y Loquillo en Riazor. Porque hoy más que nunca soy un 90% música.

EL ARMARIO CLONADOR

Creo que a estas alturas de mi vida puedo afirmar con rotundidad que mi armario nunca dejará de sorprenderme.



Resulta queridos lectores que mi adorado vestidor, es, además de ese sitio donde atesoro mis trapitos y zapatos (los que no adornan los zócalos por falta de espacio, claro), una especie de cápsula marciana capaz de hacer que las prendas se reproduzcan entre ellas.

Sí, sí, tomáoslo a chufla si queréis que me da igual. Os reto a que estéis presentes en mi próxima limpieza armaril y comprobéis como, por arte de magia, de los más oscuros recovecos del vestidor emergen prendas que no existían antes.

La única pega es que, de momento, este afán clonador está sin perfeccionar, y sólo he logrado que mi vestidor multiplique las camisetas más feas de la historia, las minifaldas desterradas en la post-adolescencia y algún que otro vaquero desteñido. Pero todo se andará…

De esta cualidad cuasi mágica de mi armario me di cuenta el pasado sábado casi por casualidad. Después de hacer un par de gestiones laborales, y dado que la mañana no tenía una pinta demasiado playera –aunque no hacía malo, sólo estaba algo nublado-, decidí darme una vuelta por las tiendas para echar un vistazo a las propuestas del próximo otoño.

Al entrar en el Zara de Juana de Vega una preciosa blusa negra de seda, de corte victoriano, con lazo al cuello, botonadura en la nuca y mangas farol me saludó desde su percha… y pese a que quise resistirme con el consabido argumento de “es de invierno, y aún estamos en julio” (porque el sábado era 31 de julio), pudo más el argumento, no menos manido, de “sí, claro, tú déjala ahí que con lo rápido que cambian de temporada en Zara en 15 días ya no queda rastro de ella, y luego no harás más que pensar en la dichosa blusa”… así que me la llevé.
Iba tan contenta con mi blusa por la calle cuando comencé a pensar en otra blusa. Una que compré el año pasado en una boutique coruñesa que me encanta, y que aproveché hasta bien entrada la primavera. Y me pregunté “¿Y dónde he guardado yo esa blusa?”.

Procede ahora que explique que no soy, bajo ningún concepto, de ese tipo de personas que cambian el armario en fechas señaladas: ropa de invierno, ropa de verano. Yo no. Yo voy desterrando prenda a prenda según voy notando que hace demasiado calor o frío para ella, lo que provoca que mis camisas, faldas, vestidos y pantalones terminen por ocupar un espacio indefinido en el armario, algo muy poco aconsejable a la hora de encontrar, seis meses después, aquel estupendo Ailanto que compraste con todo el sudor de tu frente.

En vista de que no lograba recordar si mi blusa del año pasado estaba en el altillo, en las cajas que hay detrás de las cajoneras o en cualquier otro recoveco indeterminado, decidí plantarme en casa y reorganizar el armario, una tarea algo tediosa pero que en el fondo adoro.

Entré en el apartamento y desmantelé el vestidor: cajas por un lado, cajas por el otro… la ropa de verano estaba bajo control, pero todo lo que, hasta primeros de julio, fui guardando a poquitos, ocupaba lugares poco lógicos en el “armario de invierno”. Blusas con vestidos, pantalones con camisas, faldas con más vestidos… nada tenía lógica, así que opté por hacer montones coherentes y rotular las cajas, de modo que en próximas ocasiones no me quede más remedio que seguir mis propias indicaciones.

Allí estaban el precioso vestidito de Ailanto, el de Gestuz y el de Tintoretto, la dichosa blusa de Blue Doll y varias camisas de Alba Conde pidiendo a gritos una plancha. Estaban también mi pantalón sastre negro y la falda fucsia de lana fría que compré el año pasado en Adolfo Domínguez, antes de que sus terribles declaraciones en plena negociación colectiva me hiciesen temblar de miedo.

Y cuando creía que lo tenía todo bajo control… allí estaban… emergiendo de la nada… decenas de camisetas de algodón de corte amorfo y desfavorecedor… dos minifaldas vaqueras imposibles si tienes más de 15 años o no eres Ana Obregón… un pantalón jodpurh de tela de chándal gris que ni si quiera debería haber existido nunca…

¿Cómo había llegado todo aquello hasta allí?

Es imposible que esas prendas fuesen mías, por una razón fundamental: hace cosa de dos años realicé una limpieza de armario de esas que te dejan nueva, y desterré todas y cada una de las camisetas de cuello desbocado, todas esas faldas antediluvianas que ya o puedo, ni debo, ni quiero lucir, y alguna que otra compra compulsiva poco recomendable.

De hecho, después de esa limpieza, dejé el vestidor rebosante de energía positiva. Una energía que dura hasta hoy y que espero que prolongue sus efectos todo lo posible. Esa batida de “malas prendas” me enseñó a comprar más racionalmente (de hecho, no he vuelto a comprar nada sin probármelo y no tengo nada sin estrenar, salvo esa blusa victoriana que compré el sábado).

Pero si, cuando desmantelé el armario desterré las atrocidades de tiempos pasados, y, como me juré a mi misma, no he vuelto a caer en las compras absurdas (lo que no implica ni mucho menos gastar menos en trapitos)… ¿de dónde coño salieron esos engendros esta vez?

Dándole vueltas al asunto llegué a la conclusión de que sólo existe una posible respuesta: mi armario, en una extraña mutación, ha logrado generar un poder clonador que, mezclando fibras de diferentes prendas, crea otras nuevas… porque las fibras ni se crean ni se destruyen como todo el mundo sabe.

Lo que pasa es que, como todavía es novato en estas lides, mi pobre vestidor sólo ha conseguido crear camisetas horribles y desteñidas y puti-faldas que darían vergüenza a la hija pija de la de mujeres ricas… normal, claro, porque hasta hace relativamente poco mi armario tampoco contaba con materia prima para mejores experimentos.

Por eso he decidido fomentar el afán clonador de mi guardarropa. Lo animo cada noche, lo acaricio y procuro llenarlo de prendas bonitas, a ver si en la batida de octubre mi querido armario ha conseguido crear un precioso Galiano para Dior de las fibras sueltas de mis nuevas adquisiciones.




SUENA EN MI I-POD: María de Loquillo… me vais a permitir este autohomenaje porque el cantante barcelonés recala en la playa de Riazor el miércoles junto con Exit y Carlos Childe, y yo estaré allí festejando que el rock&roll no ha muerto!!! Fue un disco de Loquillo mi primer vinilo, y esta canción lo encabezaba… y, desde luego, cambió mi forma de entender la vida… como Los Romeos… pero esa es otra

A LA VEJEZ VIRUELAS... o la caída reveladora


Siempre he creído que, cuando nos hacemos mayores, nos volvemos como los niños que éramos, pero en peor.



Desde hace una semana, esta creencia me asalta por las noches como una pesadilla febril y me hace temblar del miedo, porque, queridos míos, últimamente no hago otra cosa que descubrir, a cada paso, indicios indiscutibles de que, me guste o no, me hago mayor a pasos agigantados.

Como casi todas las cosas importantes de esta vida, mi certeza de envejecimiento llegó a mis días de forma inesperada y sorpresiva, desvelada por un suceso accidental pero revelador.

Caminaba yo muy digna por en medio de la calle Panaderas, en el centro de la ciudad, subida a mis tacones y hablando por la blackberry mientras buscaba en el bolso-que-parece-un-enorme-saco-de-piel-color-crema las llaves de casa, cuando… patapúm, mi tobillo flaqueó al pisar un desnivel, con las manos ocupadas no fui capaz de estabilizarme, y me metí una leche en pleno asfalto como la catedral de Burgos, justo delante de una parada de autobús atestada de gente.

Un amable caballero que tenía un aire al abuelito de Heidi pero en delgado, se acercó a mi para ayudarme a recuperar la verticalidad perdida.


“¿Está usted bien?”, preguntó

“Sí, no se preocupe” respondí “no ha sido nada. Esto me pasa por querer hacer tres cosas a la vez”

“Jajajaja, claro, con esta vida ocupada que lleváis ahora… ¿pero entonces está usted bien, verdad?”

“Perfectamente, muchas gracias. Ya ve que no me he hecho nada” (mentira, mentira cochina, me hice un cardenal que ni Richelieu en sus buenos tiempos, pero eso, claro, no lo supe hasta el día siguiente, cuando descubrí que sentarme podía resultar extremadamente doloroso)


Y seguí mi camino, tan ricamente.

Este hecho aislado no tendría la menor importancia de no ser porque:


a.- Durante mi adolescencia y primera juventud fui la Reina Indiscutible de las Grandes Hostias en Público (RIGHP). Me caía en cualquier lugar, en cualquier sitio, en cualquier momento y delante de cualquier persona. Casi me atrevería a decir que de cualquier manera. De hecho, en una ocasión, bajé de culo TODAS las escaleras del pub de moda en la ciudad, con descansillos incluídos, delante de media Coruña. Pero, desde que cumplí los 23, no había vuelto a caerme nunca. Nunca.

b.- En mi peor etapa de torpe profesional, me levantaba tan rápido como me caía –plinnn- como si tuviese un resorte en el trasero. Era como una especie de acto reflejo destinado a paliar el desastre público, como si la vergüenza me pudiese. Sin embargo, cuando era niña, carecía completamente de vergüenza en el más amplio sentido de su expresión. Si me metía una leche, allí me quedaba: o bien muerta de la risa por el ridículo, o bien llorando de dolor. Nada de mantener el tipo, nada de “aquí no ha pasado nada”.

Total, que sumado a+b… me llevé un susto que te mueres… Había envejecido de golpe!!! Porque, evidentemente, rejuvenecer los descartamos por improbable, así que, dada mi teoría inicial, si un día te das cuenta de que vuelves a reaccionar como cuando tenías 15 años, preocúpate, amigo… no eres un espíritu joven, no… eres un viejo en potencia!!!

Me entró una especie de pánico –justificado- que me costaba horrores dominar, porque ¿cuándo había sucedido? ¿cuándo había yo, en la plenitud de mi vida, comenzado un declive sin retorno? ¿Y por qué coño ese declive no me había avisado en tiempo y forma, como procede, eh?

Dando vueltas al tema no conseguía encontrar EL MOMENTO en el que mi yo soy-una-treintañera-estupenda se había transformado en mi nuevo yo me-estoy-haciendo-mayor, pero sí conseguí encontrar indicios más que claros que servidora, en su infinita gilipollez, había decidido ignorar. Porque, efectivamente, la madurez había avisado, pero pasé de ella, y claro, así que me fue…

… ignoré el momento en que me descubrí ordenando el armario de forma “práctica”, dejando que la ropa “de diario” ocupase más espacio que los vestidazos con lentejuelas y las camisetas con mensaje. Como cuando iba al colegio y la “ropa bonita” era mucha menos, porque era para el fin de semana.

… ignoré el momento en el que un sábado por la noche, lloviendo a mares, decidí que ver una peli y tomar algo en casa era mejor opción que vagar de bar en bar, de barra en barra. Como cuando de adolescente aprovechaba las noches en que mis padres no estaban en casa para hacer quedadas en ella.

… ignoré el momento en que, al salir de compras, me entraron unas ganas locas de hacerme con “aquel vestido” que era evidentemente inapropiado para casi todo, pero era “perfecto para mi”. Como cuando, con 15 años, me empeñaba en comprar prendas que me ponía poco o nada por falta de ocasiones para lucirlas.

… ignoré el momento en el que, viendo una película del inigualablemente atractivo Gael García noté un subidón de líbido completamente incontrolable. Como cuando, a los 20, era capaz de pasar días en la cama del amante del momento, de pura lujuria.

… ignoré el momento en que, cruzando por un paso de cebra, un coche estuvo a punto de atropellarme, y, en lugar de gritar, o correr, me dije “que pare él”. Como cuando con 8 años creía que el mundo giraba en torno a mi ser.

… ignoré el hecho de que, cada vez que me subo al coche y pongo la radio, o un cd, o el i-pod, canto a voz en grito, y gesticulando, como si estuviese actuando delante de 700.000 personas en medio del Madison Square (de hecho, en una ocasión, otro conductor me pidió que bajase la ventanilla para decirme “Es Green Day, ¿verdad?”… imaginaos cómo actúo de bien, que se entendía la canción y todo). Como cuando era cría y la música me subyugaba hasta el extremo de hacerme perder le consciencia de la realidad.

… ignoré el hecho de que últimamente todas mis compras tengan un sospechoso parecido con mi armario del año 1998… jeans de corte clásico, camisetas puras, colores neutros (sobre todo negro, negro, negro…), y que vuelva a subyugarme la idea de ir a trabajar con vestidos entallados y clásicos. Como cuando empecé a currar hace años.

... ignoré la pasión con que recibo últimamente las invitaciones a fiestas, salidas con amig@s y, sobre todo, las "quedadas de chicas". Una especie de regresión a aquellos momentos en que tomarse unas cañas-copas-loquefuese en compañía de mi gente era el acontecimiento de la semana, y la mejor opción de ocio que se me pasaba por la cabeza. Como cuando tenía 15 años y quedar en "Otros Tiempos", nuestra cervecería de cabecera, era una cita ineludible y magnífica.

… me empeñé en ignorar el hecho de que vuelvo a llevar el pelo corto… y me veo bien con él, además de haber recuperado mi color natural. Como hace la friolera de 17 años.

… ignoré mi pasión por las uñas de color oscuro, y por hacerme la manicura. Algo que no me pasaba desde los vientipocos.

Ignoré todas esas señales… pero no pude ignorar la hostia que me metí el otro día, porque esa leche en pleno asfalto me ha abierto los ojos –amén de una pequeña herida que cura maravillosamente, gracias-.

Es un hecho, es una realidad innegable y completamente arrolladora. Me estoy haciendo mayor y yo ni si quiera lo sabía.

Así que he decidido asumirlo y mirar el lado positivo. Si cuando nos hacemos mayores nos volvemos como cuando éramos niños, pero en peor, yo estoy inmersa en un proceso que me llevará poco a poco a convertirme en un ser adorable que se reirá a carcajadas todo el rato, escribirá cuentos de misterio en el que sus amigas serán las protagonistas, bailará a Loquillo en las ducha como si no hubiese mañana y se sentirá atraída por todos los rebeldes con pinta de atormentados que se encuentre por el camino (algo que, afortunadamente, hoy tendrá un final más feliz, porque sus ataques de lujuria los pagará mi rebelde particular).

… bueno, y también me meteré unas hostias como panes. Pero ahora tengo amigos farmacéuticos. Carmen, Luis: id preparando el arsenal de tiritas.




SUENA EN MI I-POD: La canción de Geen Day que bailaba y cantaba aquel día que el conductor de al lado, descojonado de risa, fue capaz de leer mis labios, era “In The End”, mi tema favorito del Dookie, el primer disco de la banda californiana que llegó a mis manos (tercero de su discografía oficial), allá por el año 1994, y que desde luego marcó una época. Una época que, por lo visto, vuelve… preparaos, jajajaja.

EL EFECTO BOOMERANG

“Todo vuelve”, solía decir mi madre…







… y qué razón tenía la jodía, eh!! Si es que no fallaba ni una la tía!!! Claro que mi madre se refería al efecto mariposa del karma, eso de “da a los demás lo que a ti te gustaría que te diesen”, y yo me refiero a las tendencias de moda.

Cuando era cría me gustaba ver álbumes “antiguos” de mis padres y de mis tíos. Me hacían gracia sus pintas, aquellos pantalones acampanados, las camisas entalladas con estampados increíbles y los vestidos largos y vaporosos de ellas… me descojonaba con las melenas onduladas al viento y con los ojos “con rabillo” de mi madre… y ya ves, yo creo que si cojo esas fotos, las escaneo, y se las paso a Vogue en un Pen Drive, la Wintour me las publica como editorial del mes de julio más ancha que pancha. Porque mi madre era muy lista, y tenía razón: todo vuelve.

Igual es un poco tarde para darse cuenta de eso de que la moda es cíclica, pero claro, en mi caso, 31 primaveras en mis fuertes y todavía atléticas espaldas, es casi una cuestión generacional, porque lo que se vuelve a llevar ahora es lo que yo llevé en mis años mozos. Y me desconcierta.

Todo empezó hace unos meses. Llevábamos unos años escuchando eso del “revival ochenteno”, y yo lo veía trasnochado. Aunque nací en 1979, los ochenta los viví, estilísticamente hablando, muy de refilón. Claro, normal, con 8 años no te vas a plantar unas hombreras como pamelas de grandes y más sombra de ojos que la Pantoja en directo. Así pues, yo “reviví” esos ochenta en mis veintitantos con total normalidad. Me veía yo la más moderna del mundo, oyes, y tan pancha.

Pero de repente, los editoriales de moda empezaron a lanzar un nuevo globo sonda: “Vuelve el grunge”, decía la Rottfield. “Tiene razón la Rottfield”, decía la Wintour… y claro, a mi me entró pánico… porque el grunge sí que lo viví en todo su esplendor. Camisetas enormes y dadas de sí, vaqueros destrozados, el pelo deslavazado y sin sentido, como si el Katrina se hubiese empeñado en peinarte, y los ojos medio despintados, cargaditos de Khol (lo que venía siendo un ahumado en plan “no sé hacerlo bien”, pero presuntamente a propósito… digo presuntamente porque, efectivamente, yo no sabía hacerlo bien. Me venía de coña la tendencia, vamos), labios oscuros, oscurísimos… si hasta tuve unas Doc Marteens!!! De las auténticas, eh! Que me costaron un pastizal ahorrado con todo el dolor de mi corazón y de mi paga. Ay, mis Marteens, mira que las putee a las pobres, me las ponía para todo, pero para todo, eh!!! Para ir a la facultad, para salir de marcha, para pasear… pufff…

En fin, que empecé a ver editoriales de moda en los que se reflejaba –con mucha más elaboración, por supuesto- ese estilo underground y guayoni (Lula, te copio el término, me encanta) que yo había lucido despreocupada en mis primeros años de carrera, y empecé a preocuparme… porque… ¿será verdad que todo vuelve? ¿Está en el mundo de la moda todo inventado?

Tal vez esté todo inventado –me dije- pero lo cierto es que nada vuelve tal y como era, todo se reinterpreta, se pule y se edita para conseguir cierto refinamiento –pensé-.

De hecho, y aunque sí he recuperado parte de ese aire salvaje y descuidado de mi grunge universitario, no he vuelto a las Marteens, ni he recuperado mi camisa a cuadros de cuando la Complutense era mi hogar. Más bien he adaptado partes de esos editoriales Vogue, Harpers y Elle a mi vida diaria: ojos marcados y ahumados, pelo cuidadamente revuelto, jeans desgastados, camisetas… pero con cierto toque high class, que, desde luego, no tenía mi look en los 90.

Y me quedé tan tranquila… todo vuelve, pero vuelve mejorado, nada de nostalgia –me decía- salvo que hablemos de música, en cuyo caso sí echo de menos muchos de los grupos que en los 90 marcaron mi paso por la vida… hasta hoy.

Porque hoy he entrado en el blog de Lula y he leído su post sobre las cuñas de esparto. He recordado unas que tuve en aquella etapa, más o menos. Eran de color crudo, con la cuña alta, y ataban al tobillo, y no me las quité en todo el verano del 95. Terminaron echas polvo, las pobrecillas… Pensé en las cuñas, y no me entró nostalgia… todo iba bien… pero… pero…
… pero de repente recordé con qué me gustaba ponerme esas cuñas. Ya he dicho que las llevaba con todo, pero, de entre todos mis conjuntos, uno de ellos era mi favorito. Durante todo el verano lo repetí miles de veces, sobre todo para salir los viernes, que eran como más “sin querer”. Mis cuñas de esparto, mi cazadora Levis… y un vestido en tonos tostados, de tela muy, muy finita, con estampado de flores diminutas en tonos azules, amarillos y rosados.

Recuerdo que aquel vestido me lo habían regalado mis padrinos por mi cumpleaños, y entonces tenía la manga larga, pero como no me convencía así le corté la manga justo por debajo del hombro… y quedó perfecto. El vestido perfecto para verano. Fresco, divertido, en tonos no demasiado claros (no olvidéis que entonces yo era grunge, el blanco sólo se admitía en las camisetas) y extremadamente favorecedor.

Fue recordar ese vestido y ponerme a pensar con ansia “¿dónde coño lo habré metido?”… Horror!!! Soy pasto de la nostalgia estilística –me dije a mi misma- nena, cálmate que te veo con los labios perfilados en negro y calzando zapatos de coja en 0.5, y eso sí que no- me repetía… pero ya era demasiado tarde… se había cumplido la profecía de mi madre, y el vestidito de Zara de 1995 había vuelto a mi mente, quince años más tarde, para obsesionarme con su presencia.

He conseguido recordar que me deshice del vestido hace unos años, en una limpieza en casa de mis padres. Llevaba sin ponérmelo por lo menos diez años me pareció lo lógico… por no mencionar el hecho de que, entonces, al sacarlo del arcón por poco me da un hari… “¿Pero por qué coño guardo yo esto?”, recuerdo que me dije a mi misma… y ya ves, lo guardaba para no tener que obsesionarme con él una década después.

Y no deja de ser una pena, porque ahora mismo no hago más que visualizarme a mi misma con el puñetero vestido –que, por cierto, tendría todos los visos de no entrarme ni en una oreja a día de hoy, pero claro, eso ya nunca lo sabremos-. Me veo con él y con las sandalias de tacón azules y el blazer en el despacho, y con mis botines de flores de Uterqüe en color crudo un viernes por la noche, de copas… me veo perfecta con las romanas de cuero para un domingo de playa, y hasta con los zuecos en rojo cereza, haciendo contraste… coño, es que no sé qué me voy a poner ahora que no tengo ese vestido!!! (que, recordemos, desapareció de mi vida hace 15 años… en fin…)

Finalmente he comprendido que nunca más volveré a tener ese vestido, pero le he encontrado un sustituto decente en Maje. Es blanco con flores rojas y azules… no es lo mismo, pero valdrá… me pregunto si seré capaz de conservarlo y reutilizarlo en el 2025, o si, por el contrario, me desharé de él dentro de tres o cuatro años, convencida de que es un despojo de temporadas peores. Aunque cabe una tercera opción, la de que lo conserve, y, al tratar de recuperarlo, descubra que no tiene el encanto que tenía entonces… algo que no le habría pasado a mi añorado vestido de 1995… maldito efecto boomerang!!!




SUENA EN MI I-POD:Song for Aberdeen” es uno de esos temas que te hacen recordar el maravilloso sabor del verano. Adoro ese sonido entre rock y power pop que los chicos de Mando Diao consiguen imprimir a este single. Disfrutadlo!!