EL CURA

Doscientos…

Ciento noventa y nueve…

Ciento noventa y ocho…

Ciento noventa y siete…





…y así hasta que llegó a cero… eso sí, parando en medio, aproximadamente a la altura del 180, porque había perdido la cuenta y no se acordaba de “por dónde iba”.

Así es el cura que se pasea por el hospital donde mi padre lleva un mes ingresado por una bronco neumonía necrotizante que, afortunadamente, está ya remitiendo y nos permitirá llevárnoslo a casa en breve (breve, en este caso, significa “menos de dos meses”).

El sacerdote en cuestión es un ser extraño y con un don de la oportunidad escasísimo, por no decir nulo, que se empeña en visitar la habitación de mi padre a diario para convencerle de que sintonice a la televisión el canal en el que se puede ver en directo la capilla del hospital, un centro privado no religioso pero que, inexplicablemente, alberga una capilla.

Evidentemente, a mi padre le apetece mucho más ver el fútbol, el baloncesto, las series de la sexta y las películas de TVE, pero el cura se empeña igualmente, y día tras día entra sin llamar en la habitación para explicarnos, una, y otra, y otra vez, cómo sintonizar la dichosa capillita.

No es la primera vez que mi padre ingresa en este hospital, y en todas y cada una de las ocasiones el sacerdote nos ha regalado momentos impagables… como la vez en que, tras empeñarse durante casi media hora en sintonizar la puñetera capilla, mi hermana, desesperada ya, le soltó la gran frase “no, padre, si déjelo, que somos musulmanes” (casi me meo encima).

Pero es que en esta ocasión el buen hombre se ha superado a si mismo.

Mi padre ingresó con unos picos de fiebre descomunales que le hacían delirar. Me confundía con su madre y me preguntaba por la cuna (aún no sé qué cuna… vete tú a saber). Total, que estaba ido del todo, y el cura empeñado en hacerle rezar el padre nuestro y el ave maría… A ver, señor, mi padre me confunde con una señora que ahora tendría casi 100 años y que murió hace 6, y usted pretende que rece en voz alta… anda que…

Pero sus visitas terminaron por convertirse en algo habitual, y yo, que tengo MUY POCA PACIENCIA he terminado por hartarme de ellas.

Yo creo que el culmen del surrealismo sacerdotal lo alcanzó el buen señor la tarde en que, estando allí mi abuela (otra que… esta mejor os la comento otro día, que si no el post será eterno), mi hermano, su novia y yo, apareció así, sin avisar y sin llamar (como siempre) el sacerdote buñuelista (por lo surrealista, digo).

Allí estábamos los cinco, mirando para él, mientras el cura, con la mano de mi padre cogida entre las suyas, le explicaba que, para que dios le diese paciencia, lo mejor que podía hacer era contar de 200 a 0… y lo hizo. El cura, digo, no mi padre.

Sí, sí, señores. Allí, con mi cuñada descojonada de la risa y mi hermano ojiplático, y ante la atenta y condescendiente mirada de mi abuela, el cura contó de 200 a 0, parando en medio porque se perdía, hasta que terminó, nos volvió a insistir en sintonizar la capilla de las narices (le tengo ya una manía que no es normal), y se marchó de nuevo.

El domingo siguiente, estando yo “de guardia”, regresó. Eran las 11 de la mañana y mi padre, que había pasado una nochecita toledana de órdago, dormía plácidamente mientras yo me reía viendo la reposición de Sensación de Vivir en FDF (en serio, creo que me habrían oído reír en Cancún si no fuese porque me daba miedo despertar a mi padre).

El sacerdote entró sin llamar, como siempre, y se fue directito a despertar a mi padre!!! Me dejó muerta… Yo conteniendo la risa para no molestarle, y el tío entra y se va directo a despertarle.

“¿Qué tal está? ¿Está mejor? Hay que ser fuerte, eh, que dios nos pone a prueba, ¿ha visto usted la misa?” (Todo esto así, seguido, sin respirar, vamos)

Mi padre vuelve a cerrar los ojos. Capto la indirecta y respondo yo.

“No, es que estaba dormido”, respondo yo.

“Pero la misa se puede poner igual aunque esté dormido”

“Ya, y otras cosas también”, pienso para mis adentros.

“Ya, pero como estaba dormido, yo prefería ver otra cosa”, digo finalmente, para parecer menos borde.

“Bueno, bueno, ¿y quieres comulgar?”… yo, que no comulgo desde le día de mi confirmación.

“No, gracias, padre” respondo tratando de ser educada

“Y por qué no, mujer, es domingo, hay que comulgar, que hay que recibir a dios” .. y dale perico al torno

“No, de verdad, gracias”

“Pero mujer, ¿por qué no quieres comulgar? Si quieres yo te confieso”. Aquí ya casi me muero, vamos, que por poco me da un hari.

“Pues verá, padre, yo es que hace muchos años que dejé de creer”.

“Pues hay que recuperar la fe, mujer, tú pídele a dios fe, ya verás”…y dale, ¿a qué dios? ¿Al tuyo, al de otros…? ¿No te acabo de decir que no creo?

“Bueno, padre, comprenda usted que es mi decisión”.

Entonces el señor se acerca mi padre de nuevo, que se hacía el dormida tratando de evitar la confrontación, y le suelta

“Y usted, ¿quiere comulgar?”

Mi padre, que es mucho más diplomático y novelesco que yo, va y le dice

“No, no, sin confesarme no quiero” toma del frasco, carrasco

“Pero si usted está aquí ingresado, y malito, los enfermos no pecan, hombre” ¿Y el pecado de pensamiento, qué pasa, que los enfermos no piensan?

“No, muchas gracias, pero no”

“Si quiere yo le confieso” Qué manía tiene este cura con las confesiones coño.

“No, no se preocupe, la semana que viene hablaré con mi confesor”… Coño, que soy hija de Felipe II y no lo sabía, que mi padre tiene confesor!!! Si es que a mi señor progenitor le sale la vena literaria se sale del mapa, vamos.

Total, que el cura se marchó, y desde entonces no volvió por allí mientras estaba yo. Esto lo sé porque mi hermano, con el que me turno en el hospital, me cuenta que cuando él está sí se pasa por allí.

Pero el martes llegué antes de lo previsto al hospital, y el pobre hombre volvió a coincidir conmigo. Mi padre estaba durmiendo tranquilamente la siesta, y la puerta se abrió así, sin previo aviso, mientras yo ojeaba el Vogue de septiembre.

Me miró. Le miré. Nos miramos. Entró igualmente, pese a que, ya os lo he dicho, no le hace gracia tropezarse conmigo –se ve que los ateos le damos como alergia, o algo-.

Al ver que mi padre dormía –bueno, y al ver mi mirada de “como le despiertes te doy una leche que te mando a Compostela sin peregrinaje ni camino de por medio”- decidió el buen señor entablar conversación conmigo.

“Y usted, ¿qué es de él?”

“Su hija” respondo

“¿Hija única?”… ¿pero no has visto a mis hermanos por aquí como medio millón de veces?

“No, no, somos tres”

“Ah, tres chicas”

“No, dos chicas y un chico” ¿pero quién coño me mandará a mi contestarle al cura?

“Bueno, pues ahora os toca tener paciencia, y a tu hermana y a ti cuidar de tu padre”

“Y a mi hermano”

“Bueno, pero más a vosotras, que las mujeres…”

“¿Qué las mujeres qué?” aquí ya cabreada de verdad

“Es que para esto estáis las mujeres mejor”

“Se equivoca, quien mejor se ocupa de mi padre es mi hermano” y encima es verdad. Lo juro. Mi hermano es el mejor enfermero posible para mi padre.

“Bueno, tú hazme caso”
me dice el muy… machista.

“Buenas tardes, padre” dije para zanjar la conversación.

El cura se marchó como había venido, es decir, sin llamar a la puerta –claro que si hubiese llamado para salir y no para entrar me hubiese muerto allí mismo- y mi padre abrió los ojos sólo para guiñarme uno… si es que es de un teatrero…

MATERNIDAD

Nunca he querido ser madre.



No he soñado nunca con un bebé de mi carne y de mi sangre, ni con adoptar un precioso retoño para darle el amor que sus progenitores genéticos no pudieron, no supieron, o no quisieron darle.

Y que nadie me malinterprete. Me encantan los niños. Me chiflan, de hecho, me lo paso genial con ellos, me parecen personas increíblemente inteligentes, directas y divertidas, capaces de soltar frases lapidarias con la misma facilidad con la que los adultos decimos tonterías de calibre supino.

Sencillamente, no me veo madre.

Es algo que me ha pasado desde siempre, no he sentido nunca esa vocecilla interior que te dice “mira que bebé tan mono… seguro que uno propio sería la culminación”.

Y esto, esta convicción en mi no-maternidad, me ha generado a lo largo de los años las más curiosas reacciones por parte de otras mujeres.

Hay quien me apoya incondicionalmente: “Haces bien, eres joven, las cosas ya no son lo que eran, tu carrera es lo primero…” Como si ser madre y trabajar fuesen cosas incompatibles en el espacio y el tiempo.

Hay quien pone cara de póker y dice: “Sí, sí, dices eso hasta que se te ponga en marcha el reloj biológico, que es imparable”… y yo me pregunto, ¿de verdad somos los seres humanos tan básicos? ¿De verdad nuestra vida la marca un reloj hecho de hormonas y de necesidades procreadoras?

Y hay quien me dice: “Pues chica, no lo entiendo, es la culminación de ser mujer”.


Esta última vertiente es la que más me desconcierta. Porque yo me siento mujer. Muy mujer, diría yo. Vamos, que me considero del género femenino –y, a mayor abundamiento, heterosexual- sin duda alguna. Y, sin embargo, jamás he sentido que mi vida está incompleta por el sencillo hecho de no haber parido, o de no querer hacerlo. Sin embargo, es una creencia extremadamente extendida. Si eres mujer, heterosexual, y con pareja estable, con un trabajo “estable” y con una vida normal, tarde o temprano, amiga, deberás ser madre.

No lo comprendo, ni lo comprenderé nunca. Es como si yo dijeres que las mujeres que salen a la calle sin maquillar, o con zapato plano, no subliman su feminidad. No creo que unos tacones de 15 centímetros, por mucho que yo los adore, sean más femeninos que unas bailarinas. Y no creo que ser madre sea condición sine qua non para sentirte realizada como mujer, por mucho que mi abuela insista en que soy una mujer desnaturalizada.

Cierto es que si todas las mujeres pensasen como yo, la humanidad tendría un futuro extremadamente exiguo. Pero el hecho es que los cambios sociales en el rol femenino nos han posibilitado decidir. Algo que, hasta hace relativamente poco, no estaba en nuestras manos. Si eras mujer y tenías pareja, salvo impedimento físico, serías madre. Es lo que hay. O era, mejor dicho.

Incluso en la época de mi madre, cuando España, ya democrática, se abría al mundo, el permanecer “inmaterna” voluntariamente era algo extraño y mal visto.

Las cosas han cambiado, es cierto. La incorporación de la mujer al mundo laboral más competitivo y fuerte, con cargos de responsabilidad que exigen dedicaciones muy amplias, la posibilidad de romper una pareja legalmente sin problemas sociales ni económicos… en fin, la vida en general, nos ha proporcionado a las mujeres la posibilidad de tomar decisiones que antes ni si quiera nos planteábamos, como el hecho de si deseamos o no ser madres.

Y yo, sencillamente, no lo contemplo. Lo que no significa que mañana no vaya a cambiar de opinión. Significa que, hasta ahora, he tomado una decisión –a largo plazo, digamos- comparable a casarme (o emparejarme) o no, trabajar en una u otra empresa, o vivir de alquiler o con hipoteca. Decisiones que te cambian la vida y que no deben, creo yo, tomarse a la ligera.

En este momento, en mi pandilla más cercana, hasta cuatro madres (dos de ellas, con dos niños cada una, nada menos), dos embarazadas y una buscando el embarazo. Me parece un porcentaje de madres maravillosamente alto para los tiempos que corren, y su decisión no es que me parezca respetable, es que, sencillamente, me parece magnífica. Pero quiero creer que todas ellas la tomaron. Que todas ellas pensaron en los pros y los contras, en los cambios que acarrearía en sus vidas y en las de sus parejas –y padres de las criaturas- y en todo lo que la maternidad aportaría y restaría a sus vidas.

No creo que tener un hijo sea algo que “se deba hacer”, como la declaración de la renta, o fregar el baño. Creo más bien que es algo que debe meditarse y decidirse con cierta cautela y mucho, pero que mucho, sentido del compromiso –esto no son unos zapatos, no se pueden devolver o meter en el fondo del armario-.

Yo sí lo he pensado. Y mi decisión –que nunca, insisto, nunca será definitiva, porque en la vida lo único definitivo es la muerte, y eso está por ver- es que no quiero ser madre.

Por eso, porque quiero que se respete mi decisión como algo personal, como lo que es, una opción válida y completamente coherente, en la que hay exactamente las mismas dosis de egoísmo y de generosidad que en la contraria, quiero que este post sirva para dar la enhorabuena a todas esas mujeres que me rodean y optaron por el otro lado.

A las que ya son madres, y a las que lo van a ser: enhorabuena, chicas.

ADULTERIO

Una conocida me confesaba esta semana que había encontrado a su marido paseando de la mano con otra por el centro de su ciudad, sin cortarse un pelo.




Iban los dos tortolitos enganchados, haciéndose arrumacos, y, de repente, se toparon de bruces con la amantísima esposa, que, contra todo pronóstico, había decidido abandonar el hogar conyugal para dar un paseo, en vista de que el calor había remitido.

El caso es que esta chica estaba completamente deshecha, porque, evidentemente, y tras la pillada “infraganti”, decidió interrogar a su esposo, para descubrir que, efectivamente, no se trataba de un “rollete”, sino de una amante en toda regla: meses, en plural, llevaban viéndose a espaldas de su pareja oficial… bueno, muy de espaldas no, porque paseaban por una calle del centro a las 9 de la noche, como ya he dicho… en fin.

Pero lo más curioso de la situación es que la cornuda estaba completamente destrozada por dos motivos principales: porque los cuernos eran públicos y notorios, y porque ella, en su momento, con otra pareja anterior, también había sido “la otra” durante un breve espacio de tiempo, por lo que no era capaz de sentir odio hacia la mujer que agarraba del ganchete a su marido.

Todo este percal me hizo reflexionar. ¿Somos los seres humanos infieles por naturaleza? ¿Todos, en algún momento de nuestra vida, somos “el otro”? ¿Todos deseamos alguna vez un amante?

Yo no he sido nunca infiel. Al menos, no de obra. De pensamiento claro que sí, como todo el mundo, pero eso no cuenta… ¿o sí que cuenta? Porque, ¿qué es peor? ¿Qué tu pareja se pegue un revolcón una noche loca con un/a cualquiera, o que se pase años deseando y amando en secreto a otra persona mientras duerme contigo?

Soy de las que piensa que es peor el segundo supuesto, pero como suele resultar desconocido al afectado, hace, efectivamente, menos daño. Ya sabéis, ojos que no ven, corazón que no siente. Y sin embargo, creo que desgraciadamente es también el supuesto más común, más frecuente… ¿cuántas parejas habrá que continúen con su vida, su rutina y su felicidad mientras cada uno de ellos desea secretamente salir de aquello para compartir su vida con otra persona, a la que, por lo que sea, ve inalcanzable?

No he tenido tampoco que enfrentarme nunca a una infidelidad manifiesta, lo que, evidentemente, no significa que nunca me hayan sido infiel. Significa, sencillamente, que si lo han sido yo no me he enterado, así de claro.

Todo esto me ha hecho plantearme muchas veces qué se sentirá estando “en el otro lado”. ¿Qué lleva a una mujer a mantener una relación continuada con un hombre que, sabe de antemano, vive un romance oficial con otra? ¿Qué lleva a un hombre a frecuentar a una mujer casada, que sabe que no piensa dejar a su marido? ¿Y qué pasa por la cabeza del adúltero cuando mantiene esa doble vida?

Si bien nunca he sido adúltera, ni conscientemente adulterada, sí he sido “la otra” en dos ocasiones en mi vida… sólo que en ambos casos me enteré de mi condición de “otra” a posteriori.


Se trató, en ambos casos, de rollos de una noche. Sales, tomas unas copas, coincides con un chico al que conoces someramente, porque es amigo de un colega que conoce a tu amiga fulanita, tropiezas con él en la barra de un bar y charlas un rato… vuelves a coincidir en el siguiente pub, y esta vez ya compartes copa con el muchacho, que además está descaradamente tirándote los trastos… y tú te dejas, porque el niño es mono y tienes ganas de fiesta… y la fiesta termina en la playa de madrugada, o en un hotelito del centro, en pleno fervor etílico y hormonal… y al día siguiente, si te he visto no me acuerdo, por ambas partes.

Sólo que no fue exactamente así. En mi caso (en ambos casos), al día siguiente un amig@ común me llamó para pedirme “discreción” con respecto a lo sucedido, porque el que yo creía un rollo de una noche que pasaría por mi vida sexual sin pena ni gloria, tenía –aymadremia aymadremia- novia formal… o prometida, incluso.

No repetí con ninguno de los dos. Tampoco volvió a surgir la oportunidad, ni ellos me buscaron, aunque con ambos sigo manteniendo el mismo contacto que antes del “contacto con tacto”: o sea, conocidos con los que me llevo bien. Lo que me hace suponer que en mi caso concreto, los cuernos fueron del tipo uno, es decir, del tipo “llevaba dos copas, nos habíamos cabreado el día antes y ella se puso a tiro”. O sea, del tipo de infidelidad que yo creo que perdonaría.

Sin embargo, no sé si los interfectos en cuestión llegaron a confesar su desliz a sus parejas, y, desde luego, no tuve jamás la menor intención de ser yo la portadora de la noticia, más que nada porque, como dije en su momento a quien me pidió discreción “no había nada en lo que ser discreto”. Si para mi no significó nada, y encima no conocía el estado sentimental del interfecto, y para él no fue más que un desliz… ¿por qué arruinar una pareja sólida por una noche de locura?

Pensaba en todo esto mientras hacía la compra en la perfumería ayer por la tarde, y en mi cabeza empezaron a bullir ideas, porque la verdad es que no me había acordado de estos dos personajes durante años, y mi trato con ellos es efímero en la vida real… hace, de hecho, años que no coincido con ellos.

¿Y si esas parejas se rompieron por mi culpa? ¿Y si lo que para mi ha pasado al cajón del fondo de mi memoria está en primera línea de la otra chica?

Por más vueltas que le daba a la historia, no lograba sentirme culpable, algo que no dejaba se resultarme extraño… quizás, pensé, no tengo conciencia… hasta que llegué a la conclusión de que mi problema era que no me sentía “la otra”, porque no lo había sido. Primero, porque ignoraba la existencia de una “primera” en el momento de mi affaire, y segundo, porque jamás busqué una relación con ellos, por lo que nunca tuve la sensación de haberme entrometido en nada.

Sin embargo, seguí sin quedarme tranquila… porque si yo había sido un “rollo”, podría haber habido más… y quise ponerme en el lugar de la “primera”. ¿Qué haría yo si me enterase de que mi pareja me es infiel? ¿Y si esa infidelidad ha sido sólo un desliz? ¿No es mejor contarlo, para evitar que el otro se entere “de casualidad” y vea sentimientos donde sólo hubo hormonas?

Pagué en la caja –una pasta, por cierto, qué cara es la perfumería cuando vas a reponer después de un mes sin pasar por ella- y llegué a casa con la duda corroyéndome los intestinos. Si la sinceridad me ha parecido siempre una virtud sobrevalorada, en estos casos más. ¿Para qué contar algo que sólo hará daño?... salvo que así evitemos que nuestra pareja se entere por otros cauces, y sufra más aún... ¿es entonces un adulterio un camino sin retorno? ¿Es un error sin solución alguna? ¿El fin de la relación, al menos, tal y como hasta ahora había sido?

No me gustaba la idea de cometer adulterio –salvo con Ewan McGregor o con Gael García, y ellos no cuentan-, pero me gustaba todavía menos la idea de ser la adulterada. Y aún así, sigo creyendo que la fidelidad absoluta no existe. En algún momento, en algún lugar, surgirá la posibilidad, y, o bien se consumará, o bien pasará a ser una de esas infidelidades no consumadas pero deseadas constantemente, de esas que dije, a priori, que eran peores.

¿Qué opináis vosotr@s?
¿Habéis sido infieles alguna vez?
¿Habéis sido la/el otr@?
¿Habéis vivido una infidelidad, y sobrevivido a ella?

ME CAGO EN VODAFONE Y EN LA MADRE QUE LO HIZO. Ea, qué a gusto me he quedado con el título, coño

Hasta el moño.

Hasta el mismísimo moño me tienen lo señores de Vodafone, que llevan robándome cuatro meses… y yo ni me había dado cuenta hasta el mes pasado. Claro, con esto de que últimamente mi vida era un poco como el ojo del huracán, que aunque parezca tranquilo no hay quien pare dentro, pues las facturas se cargaban, sin más, en mi cuenta, y yo ni revisaba los sms que en enviaban diciendo “su próxima factura se cargará el tal del cual por un importe de chopotocientosmil euros”.



El caso es que el pasado mes de abril, Vodafone llamó a mi puerta… o mejor dicho, a mi móvil. Me llamaban para ofrecerme un servicio nuevo, que aún no habían sacado al mercado libre, y que sólo ofertaban a clientes “selectos”. En el argot de las empresas de comunicación (léase Telefónica, Ono, Orage, Vodafone… etc, etc, etc) “Selecto” es sinónimo de “que se deja una pasta gansa en la factura”. Y por lo tanto, servidora no era “Selecta”, era “Hipermegaultraquetecagasporlapata de Selecta”.

Total, que me ofrecían una cosa que se llama “Tarifa Plana Mini”, que me permitía barra libre de llamadas hasta 500 minutos al mes, por 60 euros. Y de paso me rebajaban el coste de la tarifa plana de Internet móvil de 12 a 9 euros. Con eso, y con el bono de 1000 sms mensuales a 10 euros, iba servida para todo el mes.

Hice cuentas mentales… con lo que me cuestan, que soy de letras puras… y me dije a mi misma “te estás dejando al mes más de 120 euros en teléfono. Con esto, sumando todo, te sale más barato y podrás llamar más”. Así que dije “Sí, quiero”, como si Ewan McGregor me hubiese propuesto una noche loca en una habitación del Santo Mauro con Room Service incluído, y me quedé más ancha que larga.

Luego llegaron las facturas, pero con ellas llegó también el ingreso de mi padre en el hospital, una especie de hecatombe de dimensiones desproporcionadas en el trabajo, una presentación de un proyecto completamente surrealista… y pasaron tres meses sin que me diese tiempo a mirar ni de lejos el estado de mi cuenta corriente, ni mucho menos los sms que Mr. Vodafone me enviaba haciéndome saber que “se me cobraría la factura el día 14”.

Hasta que un domingo en que pudimos escaparnos a casa de los padres de P. estaba yo plácidamente dormida, cuando suena un sms en mi móvil. Lo abro, pensando “será mi hermana para decirme que mi padre está bien”, y me encuentro este mensajito “Vodafone le informa que su próxima factura, con un importe de 194€, será cargada en su cuenta el próximo día 14”.

Después de reponerme del infarto de miocardio, me levanté hecha un basilisco. Mi suegra flipó al verme entrar en la cocina en pijama, despeinada, y vociferando como una hidra borracha mientras marcaba el 123… que no es el número de la Gómez Kemp, sino el teléfono de atención al cliente de Vodafone.

Al cabo de unos minutos una señorita muy amable me coge el teléfono, y le explico, haciendo todo el acopio de calma del que soy capaz, que no comprendo mi factura. Me pide que espere, me pone una musiquita rallante hasta el hastío (yo creo que lo hacen a propósito para desesperarte y que cuelgues antes de que te resuelvan nada), y al cabo de un par de meses, me responde diciendo que, efectivamente, hay un error. Se me está cobrando mi factura (que asciende a algo más de 80 € sumando todo, incluso impuestos), y, a mayores, otra serie de servicios inespecíficos que, ni he pedido, ni pienso pedir, de modo que le solicito a la amable señorita que rectifiquen mi factura, cosa que asegura que harán encantados, con esta última… y con las dos anteriores, porque, al parecer, el error se repite también en las facturas anteriores.

Al oír esto casi me da un pasmo, pero me recompongo y le comento a la chica del otro lado del teléfono que según el sms que me han mandando, van a cobrarme los 194 euros el martes, y que yo, claro, voy a dar orden al banco de no pagar.

“No se preocupe, no le pasarán factura alguna hasta que se dirima su queja, que será un período máximo de 7 días”.

“Entonces no tendré problemas de impagos, ¿correcto?”

“Correcto, el domingo que viene como muy tarde el departamento de cobros se pondrá en contacto con usted y le explicarán en qué ha quedado su queja”

“Perfecto, gracias”.

La semana pasa con normalidad, y el jueves, a eso de las 17.30, mi móvil empieza a pitar como un loco. Al mirar la pantalla veo que tengo 3 mensajitos, todos iguales, del señor Vodafone, advirtiéndome que “tengo una factura pendiente de pago y, si no abono el coste, me cortarán la línea”.

Con el cabreo por montera llamo de nuevo al 123 de los cojones, y una tía, que ya no me parece nada maja, sino medio gilipollas, me explica que claro, que es que el procedimiento es ese… yo pago primero, y luego ellos, si eso, me lo devuelven. Le digo que ese no es el acuerdo al que llegué el domingo con su compañera, y me pone en espera…

…y espero

… y espero

… y me desespero

Y al final me dice que sí, que es verdad, que hay un error, que el sistema automático se ha equivocado, que no me preocupe que no me van a cortar la línea, que el domingo me dirán que ha pasado y que me quede tranquila.

Y el viernes salí a cenar con Noa, con Ely, con Marta… y al salir del Naif me dice P. “llama a S. y dile que vamos hacia La Postrería, por si se anima”… y cuando marco su número en el teléfono una vocecilla de lo más desagradable me anuncia que “por irregularidades en el pago, su línea no puede realizar llamadas en estos momentos.”

Sí, era la 1 de la mañana. Sí, La Postrería es un sitio fino en medio de una plaza llena de botelloneros adolescentes. Sí, yo llevaba mi camiseta con tirantes finos, dejando ver mi ropa interior con paillettes, y mis taconazos azul klein…y sí, todo eso me importó exactamente una mierda a la hora de llamar de nuevo al 123 y vociferar como una loca ebria en medio de los adolescentes emos que me rodeaban, y frente al garito más chic de la ciudad. A tomar por culo.

El pobre hombre que me atendió –voy a insistir nuevamente en que pasaba de la 1 de la madrugada- me decía que claro, a esas horas no había nada que hacer salvo dejar constancia de mi queja… que llamase el sábado por la mañana y pidiese hablar con cobros. Colgué. Me cabreé. Me tomé dos Cosmopolitan más y me fui a casa.

El sábado a las 10 de la mañana ya estaba en pie, pese al cebollón, pese al cabreo, y pese a que me dolían hasta las pestañas. Cogí el móvil… 123…

“En estos momentos su línea presenta un impago de 194 euros. Si quiere realizar el pago por tarjeta, marque 1; si desea hacerlo por transferencia, marque 2; si desea consultar el estado del pago, marque 3”.

“¿Y qué marco para cagarme en tu puta madre?” le pregunto.

“Lo siento, pero no le he entendido. Si quiere realizar el pago por tarjeta, marque 1; si desea hacerlo por transferencia, marque 2; si desea consultar el estado del pago, marque 3”.

“Quiero hablar con un agente”

“Lo siento, pero no le he entendido”… y se corta!!!!

Entré como un torbellino en el dormitorio para buscar el móvil de P. “Él también es Vodafone”, pensé “y seguro que desde el suyo sí que puedo contactar con un agente”. Pasé de mirarme al espejo al pasar por delante porque en ese momento, estoy segura, mi color variaba entre el verde manzana y el rojo fuego.

Marco el 123 de nuevo desde el terminal de P… y, oh, sorpresa, desde este sí que me coge una persona. Un tal Salvador, a quien le explico con pelos y señales –y con los menos tacos posibles, lo que me supone un titánico esfuerzo- todo mi problema con Mr. Vodafone y su puta madre.

Salvador se hace cargo del problema enseguida –claro, haciendo honor a su nombre- y me comenta que no puede pasarme directamente con cobros porque el sistema está automatizado y al teclear el número sobre el que se quiere hacer la consulta inmediatamente me remitirá de nuevo a la maquinita para que pague, o pague. Así que sugiere lo siguiente:

“Voy a ser yo el que gestione el tema, pero va a ser largo, porque me van a tener que ir pasando por varios departamentos, así que seguramente la llamada se cortará. Para evitar que llame usted y le pasen con otro agente, déme un teléfono de contacto que no sea el suyo. Si se corta, yo la llamaré de nuevo”.

Le doy el fijo de mi casa, y espero.

Se corta.

Vuelve a llamar, me informa de los avances, y me pone en espera de nuevo.

Se corta.

Llama de nuevo. Me dice que ya casi está, y me pone en espera.

Se corta.

Salvador llama por tercera vez y me dice “ya tengo al teléfono a un técnico del departamento de calidad de cobros, le voy a pasar con él, deja usted unos datos, y el problema quedará resuelto”.

Le doy las gracias, le prometo un viaje a Ibiza cuando Vodafone me devuelva los 400 euros que me ha timado estos meses, él dice que de nada, me pasa… Y SE CORTA!!!!!

Espero… espero… no llama… me desepero.

Llamo yo de nuevo y pregunto por Salvador. Me dicen que no me pueden pasar con nadie, que me tengo que conformar con el que me toca. Y me ha tocado uno idiota, porque le explico el tema –incluido que cuando me pasan con cobros directamente sólo me permiten pagar una factura que no debo-, y me dice “le paso con cobros”.

INCREÍIIIIIIIIIIIBLEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE

Llamé más de 6 veces, hablé con más de 10 personas diferentes, con 6 departamentos, incluidos Atención al Cliente Platino, Facturación, Quejas, Bajas y, por fin, Calidad de Cobros.

Una señorita, algo reticente al principio, me soluciona al final el tema asegurando que “el error se subsanará en 24 horas como mucho, así que mañana, como muy tarde, le reestablecerán la línea”.

Mira” digo yo ya al borde del colapso “si me devolvéis la línea mañana, que es domingo, será el mismo día en que me deis la razón con mi queja, con lo cual os habréis salido con la vuestra: o pago ahora, o no tengo línea”.

Después de amenazar con poner una denuncia por estafa en el juzgado de guardia esa misma mañana, me aseguran que en 2 horas tendré línea… me la reestablecen en 1 hora y 20 minutos. Esa batalla la gané, pero no logré que me enviasen una copia de mis condiciones de contrato actuales. En total, 4 horas 23 minutos de conversación telefónica.

Y así siguió mi vida, día tras día, pasando poco a poco. Salí a tomar algo, a pasear, a cuidar a mi padre, a pasar un fin de semana a un sitio que se llama Bobia D´arriba que no tiene ni cobertura de Movistar… hasta ayer.

Ayer entro en la web de Vodafone para ver mi nueva factura… Y ME ENCUENTRO CON QUE SE MARCAN LA MISMA JUGADA!!!

Llamo otra vez, y entre disculpa y disculpa, me aseguran que no se repetirá lo mismo. Que no pague nada (194€ de nuevo, hay que joderse), que es un error… y que además tienen que restarme los 10€ de recargo por el reestablecimiento de línea cuando me la cortaron, porque, claro, no fue por mi culpa.

“Mira bonita” le digo a la pobre infeliz a la que le he tocado en suerte “esta misma conversación la tuve hace un mes, y terminé teniendo que lidiar con 6 departamentos diferentes para que me reestablecieseis la línea”.

La pobre infeliz me asegura que no habrá problema en esta ocasión, que no me cortarán la línea, que no pasa nada, que será la última vez… todo esto después de tres musiquitas histéricas, dos cortes de línea con rellamada incluida y un “espere un momento que consulto el estado de la línea”.

Esta mañana me ha llegado el sms diciendo que me cargarán la factura mañana. Evidentemente, he llamado al banco para que no la paguen. Evidentemente, he llamado a Vodafone, que me ha vuelto a asegurar que es “un error”, y eso no sucederá.

Y hasta aquí mi vida con Vodafone. A fecha de hoy tengo una permanencia firmada de 12 meses más (hasta julio de 2009) por un canje de puntos que hice en enero, con lo que la portabilidad a otra compañía me costaría la friolera de 200 euros…

Y yo os pregunto… ¿qué hago?

¿Les demando por estafa? ¿Por tocapelotas? ¿Por acoso? ¿Me suicido? ¿Me hago el harakiri con el Nokia, o directamente prendo fuego a sus instalaciones en Coruña?

Prometo contaros el final de este cuento de terror… ya os dije que me encantaban los relatos oscuros.

ESTA SOY YO

Hoy me siento egocéntrica, así que, queridísimos –y abandonados- bloggers, hoy, como Umbral, “he venido a hablar de mi libro”… o mejor dicho, de mi vida.



No os asustéis, por el amor de Dior, que no tengo intención de relatar nada que comience con “nací una soleada tarde de finales de invierno”, más que nada porque sería, como mínimo, inexacto, por el sencillo hecho de que no tengo ni idea de si cuando nací llovía a mares o lucía el sol.

No, no, este post se trata más bien de un ejercicio de estilo –o falta del mismo- y de un estudio interior que me sirva para descargar sentimientos, sensaciones, y recuerdos, que últimamente se me agolpan con demasiada facilidad y comienzan a resultarme abrumadores.

Y, por otro lado, para qué mentiros, este post pretende ser un nuevo comienzo.

Hace unas semanas Rub y Lamari se presentaron en tierras coruñesas, acompañados de Miss B. Cenamos juntos. Terraceamos a base de caipirinhas. Nos contamos chismes y anécdotas… Y, a lo tonto, me di cuenta de que llevo más de dos años escribiendo un blog que no se parece nada al que pretendía hacer… y mucho menos al que comencé a escribir… igualito que yo misma.

En estos dos años mi vida ha cambiado mucho… no sé hacia donde, pero ha cambiado. Y yo, que soy de las que se adapta a la corriente –no se me da bien nadar- he cambiado con ella… tampoco sé hacia donde.

Pero lo que sí sé es que soy –somos- fruto de nuestro pasado, aire de nuestro presente y semilla de nuestro futuro, y que nada ni nadie pasa por nuestro lado sin dejar algo.

Por eso, y porque me da la gana, he decidido dejar en esta bitácora internáutica pequeñas píldoras de mi. Os lo debo… y, sobre todo, me lo debo a mi misma.

ESTA SOY YO:


Fui una niña feliz, precoz y dicharachera. Cuando era cría tenía tanta imaginación que no me importaba nada quedarme horas y horas sola, sin tele, sin juguetes, sin nada… si a caso, con mi hermana N. Pasábamos horas inventando juegos y situaciones surrealistas en las que matábamos vampiros y luego nos escapábamos de castillos en llamas… cosas de niñas.

Fui una niña curiosa. Me encantaba hablar –como ahora, o más incluso- y preguntar. Cualquier cosa… y a cualquier persona, incluso a los desconocidos en medio de la calle. A mi padrino le pregunté una vez, mientras me llevaba en lancha por las playas de Ribeira, por qué si la tierra se movía y nosotros estábamos en el mar no la veíamos moverse. Me desembarcó en el siguiente puerto diciendo que yo era la niña más rara del mundo. Y tenía razón.

Fui una niña intrigada, y por lo tanto, propensa a las intrigas. De niña me obsesionaba la idea de que, tal vez –sólo tal vez-, los locos éramos nosotros y la gente de los manicomios era la que estaba bien de la chaveta. Y hasta los 8 años no terminé de creerme los espejos… me obsesionaba la idea de que lo que yo veía de mi misma no era, ni de lejos, lo que veían los demás.

Fui una adolescente acomplejada, buena estudiante, entrada en carnes y propensa a la depresión. Y precoz, a mayor abundamiento, por lo que me pasé unos 5 años (de los 12 a los 17, aproximadamente) creyendo que era la tía más fea y menos interesante del planeta tierra.

Siempre he tenido más empatía con los hombres que con las mujeres, al menos, hasta hace relativamente poco. Creo que es porque me costó mucho asimilar mi feminidad –rotunda feminidad, dice mi hermana-, y porque mis complejos me hacían sentir más segura entre los chicos, que me veían como a uno más. Hubo una etapa en mi vida en que estoy convencida que podría haberme paseado desnuda frente a mis amigos y habrían dicho “aparta, que no vemos la tele”. Eso me gustaba… me gusta.

Me marché a estudiar a Madrid por dos motivos fundamentales: porque quería dejar mi yo pasado atrás, y porque mi novio, que vivía en USA entonces, se mudaba allí también. No son los mejores motivos del mundo, pero me trajeron las mejores consecuencias. Y en Madrid descubrí que podía ser cómo me diese la gana.

Cuando tenía 20 años un compañero de facultad dijo de mi que yo era “la típica tía que todos deseamos en secreto”. Y me pareció un piropo… aunque creo que podría interpretarse como un insulto.

Escribí muchos relatos, y he publicado unos cuantos. Incluso me han dado algún premio... de todo hay en este mundo, jajaja

Una vez rodé un corto. Era horrible, estaba basado en un relato de terror que escribí con 16 años, y fue toda una experiencia. No conservo ni una sola copia de ese relato que es, por otra parte, lo único que he escrito de lo que me siento medianamente orgullosa.

Escribo poesía. Sí, todavía ahora. Comencé con 12 años y no lo he dejado nunca del todo, aunque ya no lo hago ni con la frecuencia ni con la cadencia que lo hacía a los 18. mi profesora de literatura de entonces me dijo una vez que tenía un gran futuro en eso de la poesía… pero se ve que no, más que nada porque no me gusta mucho que la gente lea mis poemas. De algunos –la mayoría- no conservo ni una copia.

Creo que padezco TOC (o sea, trastorno obsesivo compulsivo), y lo creo porque en realidad soy el caos hecho persona, por lo que tiendo a organizar y reorganizar mi alrededor constantemente. Vivir con mi hermana era, precisamente por eso, una tortura. En ese sentido –y en muchos otros, para mi desgracia- somos el ying y el yang.

Me resulta muy fácil querer a la gente… y muy difícil reconocerlo. Por eso, cuando me arranco no paro. Con las personas más cercanas puedo llegar a ser hasta empalagosa. Pero con el resto, aunque les quiera, me resulta muy difícil mostrarme cariñosa. Tengo amigos a los que adoro y a los que no he besado nunca. A otros les he besado mucho. Y no sé por qué.

Tengo dos hermanos y les adoro. Somos una familia muy unida, a pesar –o tal vez precisamente porque- la vida nos ha dado algunos golpes. Mi madre murió de cáncer de mama cuando yo tenía 22 años. Ahora es mi padre quien padece un tumor pulmonar. Llevamos luchando desde febrero. Pero somos más fuertes que el lado oscuro, lo sé. Lo con seguiremos.

Soy familiar, aunque a veces mi propia familia me asfixia. Tengo muchos tíos, más primos, y mantengo contacto –y bueno- con todos ellos. Se puede decir que he tenido la suerte de que mi familia me caiga bien. Con una excepción.

No me llevo bien con mi abuela materna. Y esto es así desde que, unas navidades, las fiestas favoritas de mi madre, terminó haciéndola llorar. Nos marchamos de su casa con mi madre hecha un mar de lágrimas y yo, que soy un poco Braveheart, gritándole que era la persona más cruel que había conocido. El día siguiente, 25 de diciembre, mi madre agachó la cabeza, nos pidió que olvidásemos todo y volvimos a comer con ella. Nunca lo entendí, pero lo respeto.

Soy apóstata. Lo soy desde hace poco, y lo soy por convicción. Creo que hay algo más allá, y la idea del dios cristiano no me disgusta. Pero no quiero que la iglesia, como colectivo, como entidad, me cuente entre sus acólitos. No creo en sus normas, en su forma de ver la vida ni en una moral que considero obsoleta y, encima, doble.

Soy un torbellino. Tiendo a aguantar, aguantar, aguantar… hasta que reviento. Pero cuando estallo, es mejor que no estés cerca. Arraso con todo, aunque luego me arrepienta.

Tuve complejo de “buenérrima” hasta los 25 (mis amigas me llamaban Santa María de la Paja). Desde entonces, lo tengo de bruja. Este me gusta más. Es un papel más cómodo, más divertido y mucho menos encorsetado. Pero realmente no creo que sea ninguna de las dos cosas.

Dicen de mí que soy una persona muy orgullosa. Y es verdad. También que soy una persona optimista, y también es verdad. Que soy ambiciosa, y eso también es cierto, y que tengo madera de líder… esto ya no creo que sea tan cierto. Creo que soy una gran actriz del papel de “lideresa”, que no es lo mismo.

Siempre he sido una mujer de vista fácil. A mi todo el mundo me parece “que tiene algo”, salvo contadas excepciones. Pero en la vida real me gustan los hombres “raros”, con físicos y rostros peculiares, nada perfectos y con mucho –y difícil- carácter. Salvo en una etapa algo frívola de mi vida en la que sólo me liaba con “yogurines” maravillosamente sencillos… pero no era lo mío.

Desde que mi padre está enfermo mi vida ha cambiado mucho. Para mal –evidentemente- y para bien –no tan evidente-. Para bien, porque cuando lo he necesitado he tenido al lado a gente que ni esperaba ni espero… pero estaba ahí. B. me regaló una figa (un amuleto gallego contra el mal de ojo), y Pi y ella me redactaron una tarjeta de ánimo maravillosa… y el resto de mis niñas me llaman, me escriben, me aguantan… y los niños idem de idem… y Ely, Noa y Pinkocha hasta me invitan a Cosmopolitan y me traen la cena al hospital. Eso no lo olvidaré nunca. Nunca.

Tengo un trabajo que no es, ni de lejos, el que se supone que “debería” tener cuando salí de la facultad, cuando todos mis profesores me auguraban un gran futuro en la radio, o en la prensa escrita… y mira tú, ahora soy asesora política… hay que joderse, jajajaja.

Trabajé en televisión y viví en ella la etapa más deslavazada, loca e inconexa de mi vida… y me encantó!!! Y además conocí allí a P.

Me gusta mucho salir a tomar algo con mis amigos, es mi hobby favorito. Y con algunos de ellos podría pasar horas y horas hablando de nada –o de todo-… de hecho, a veces no sabemos ni de qué hablamos, porque nos encantan los juegos de palabras y los dobles sentidos, y claro…

Adoro el cine de terror, el gore y las películas de suspense y thriller… todas. A mi madre también le encantaban. De cría vi con ella El Exorcista, y ya nunca me pude apear de esa sensación de montaña rusa en el estómago… pero luego soy de las cagonas de corre al baño desde la cama para que no me pille… ¿el coco?

No puedo vivir sin música. La escucho a todas horas, y cuando no suena de verdad, suena en mi cabeza. Me encanta escuchar temas de hace siglos y recordar lo que me hicieron sentir, y tengo un sexto sentido para captar los temas que terminarán por pegar y los que pasarán a mejor vida. Además, suelo detectar cuando una canción está marcando un momento de mi vida, o de la vida de otro, y tengo buen oído, pero no buena voz, penosamente. Me subyuga, no lo puedo evitar, lo que siempre me recuerda una gran frase de mi padre "si la música amansa a las fieras no te fies nunca de un melómano", jajajaja.

Leo chic lit. Sí, qué pasa. Y Best Sellers del tipo “El Código da Vinci” y “Millenium”, y me encantan. Y cada día me gusta más usar la lectura como evasión. Luego trato de reinterpretar mi realidad en términos literarios, como ejercicio, y me sale bien… todo, menos las escenas eróticas, que nunca he sabido escribirlas.

Me gustan mis ojos. Y mis manos. Hasta mis pies. Odio mi tripa y no me gustan mis brazos. Y creo que tengo unas piernas bastante decentes. El pelo es tema aparte.

Soy adicta a los cosméticos, a la ropa interior y a los zapatos. Y nunca llevo la ropa interior sin conjuntar. No tengo “bragas sueltas”, como dice mi tía, ni sujetadores de color visón, ni nada de eso. Sólo conjuntos de ropa interior. Normales, pero conjuntos.

En estos momentos de mi vida atravieso una etapa… egocéntrica. Estoy tratando de recomponer pedazos de mí que había traspapelado, perdido, o sencillamente olvidado, y aunque me ha costado mucho asumirlo, necesito ser la protagonista absoluta de mi pequeña parcela de vida. Aún no tengo muy claro quién ni cómo soy, pero sé que estoy cambiando… y pretendo que sea a mejor.

Y dicho todo esto, creo que ha llegado el momento de decirme a mi misma: borrón, y cuenta nueva.

Esta soy yo… o parte de mi. Y al que no le guste, que no mire.