HOSTEL -Consejos para no terminar durmiendo en una cochambre asquerosa-

Necesito un respiro.




Y en mi lengua “necesito un respiro” es sinónimo de “necesito una escapadita de fin de semana”. Yo soy fan declarada de las escapadas de fin de semana. Me gustan todas: las organizadas, las improvisadas, las de verano, las de invierno… lo mismo me da a una ciudad que al medio del monte, en coche que en avión, a un cinco estrellas que a un hostal de carretera… lo importante es romper con la rutina, visitar lugares nuevos, tener tiempo para charlar y pasear…

Estoy tan, pero tan necesitada de un fin de semana de descanso que estoy dispuesta incluso a volver a pasar por algunas de las calamidades que sufrí en carne propia en el pasado en mis escapadas varias. Porque, queridos, salir de fin de semana no siempre es buena idea... y generalmente son los hoteles los que se encargan de recordártelo.

No soy demasiado exigente, esa es la verdad. No necesito un hotelazo rollo el Santo Mauro para disfrutar de un fin de semana. De hecho, en mi última escapada, a los Picos de Europa, dormí en un hotelito de dos estrellas en el centro de Cangas de Onís que era precioso, sencillo y baratísimo. Y fui muuuuuy feliz ese fin de semana.

Pero claro, una tiene un límite. Porque una cosa es ser poco exigente y otra muy diferentes es estar dispuesta a pasar miedo en una noche supuestamente “especial”.

Desde que vivo con P. nuestras escapadas han sido una constante. Nos gusta, y procuramos alejarnos de la rutina en cuanto tenemos oportunidad.

Una de nuestras primeras escapadas nos la regalaron mis amigos, que por mi cumpleaños se curraron un fin de semana para dos en un casa rural. Elegimos una casita preciosa cerca de Foz, donde pasamos el tercer fin de semana de marzo, y donde dormimos bien, comimos mejor y lo pasamos de miedo.

Después de esa, vinieron cientos de escapaditas “variadas”… pero no en todas tuvimos la misma suerte. Como aquella vez que P., su amigo B. el rollete de este y yo nos aventuramos Portugal adentro en pleno mes de agosto. La idea era llegar hasta Peniche, un pueblecito costero muy bonito que viene a ser una suerte de Marbella portuguesa: en invierno tiene 10 habitantes, y en verano, 10 millones.

Pero como nosotros –bueno, vale, sobre todo ellos- son unos aventureros, lo de reservar hostal desde Galicia les parecía que restaba emoción al asunto, así que nos fuimos con las mochilas y el Clio de mis suegros a probar suerte al pueblo más superpoblado de Portugal… y claro, no había habitaciones libres ni en camping. Un show. Cuando, ya desperados, contábamos con pasar la noche en el coche, una señora nos asaltó en una de las callejuelas del pueblo preguntándonos si buscábamos alojamiento. Evidentemente, nos agarramos a su oferta como si nos estuviese proponiendo una noche en el Ritz a precio de NH… y lo que prometía ser un hostalito resultó ser la casa de la buena de la señora, que en verano la alquilaba. Así que allí nos quedamos, P. B. D. y yo , cada pareja en uno de los dormitorio… y la señora durmiendo en la cocina sentada en una de esas viejas sillas de los años 70.

En defensa de esta aventurilla debo decir que Peniche es muy bonito, que en sus restaurantes se come muy bien, y muy barato, y que la casa estaba limpia, limpia, limpísima… llena de crucifijos, pero limpia.

Limpia también estaba la pensión en la que dormimos en Lisboa, recomendación de B. (ahora que lo pienso, a lo peor va a ser que B. tiene un concepto de “fin de semana” diferente al mío)… limpia, pero terrorífica.

Llegamos allí un día de enero en el que caían chuzos de punta. La cosa fue más o menos así: a mi me quedaban 5 días de vacaciones del año anterior que perdía si no cogía en los 15 primeros días de enero, y P. acababa de quedarse en el paro. No teníamos un duro, y decidimos irnos a pasar unos días a casa de sus padres, pero al llegar allí se nos antojó una gran idea coger el coche e irnos a Lisboa… y eso hicimos.

Como –insisto- éramos pobres como las ratas, buscábamos un hotel u hostalito barato y céntrico… y terminamos en aquella pensión… ay, aquella pensión!!! Estaba en plena plaza del Chiado, en el centro neurálgico de la mágica Lisboa. Era un tercero sin ascensor con las escaleras más altas que he visto en toda mi vida, que me llagaban a medio muslo las muy cabronas. Cuando entramos, sencillamente alucinamos. Era como trasladarse en el tiempo a una peli de Garci de los años 50.

La pensión la regentaba una señora muy maja que nos dijo que nos abriría a cualquier hora, a la que fuese, sin problemas. Que allí todos se conocían y no había mal rollo. Nuestra habitación tenía una cama como de hospital psiquiátrico antiguo, de barrotes blancos, y la luz se encendía con una pera. Cuando te sentabas, el somier crujía tanto que los vecinos del segundo protestaban. De la ventana –enorme, a la plaza, perfecta- colgaban unos cortinones decimonónicos de “cierto pelo” (versión cutre lux del terciopelo de toda la vida) estampados en flores… pero la palma se la llevaba el lavabo. La ducha era común y estaba en el pasillo –recién reformada, impoluta, blanca como la leche- pero en el dormitorio contábamos con un pequeño lavabo con grifo de agua… pero sin desagüe. Se ve que el presupuesto no daba para más. Tú abrías el grifo para lavarte, qué sé yo, la cara, y el agua caía a un balde que luego debías vaciar en el pasillo… un show!!!

Eso sí, fue con diferencia uno de los mejores viajes que he hecho en mi vida. Disfruté tanto de ese fin de semana que rezo –y eso que yo soy agnóstica- por volver a Lisboa de nuevo. Aunque mejor a otro hotel.

Aunque si hablamos de hoteles chungos, la palma se la lleva nuestro elegido en Ponferrada.

Recalamos en Ponferrada buscando directos que helasen la sangre, y para eso nada mejor que un buen rock&roll. En Ponferrada celebran cada Semana Santa el Freakland Weekend, un festival de rock impresionante –y encima muy barato- que año tenía un cartelazo de quitar el hipo… y claro, allí nos fuimos… pero claro, sin reservar hotel –de verdad, cuándo aprenderán los hombres que reservar no resta misterio a nada, coño ya-.

Llegamos a Ponferrada pasadas las 8 de la tarde: P., J. G. y yo. Y nos pusimos a patear ciudad como locos buscando un sitio donde dormir. Tooooooooooodo lleno. Toooooooooooodo reservado con antelación. Ya casi habíamos perdido la esperanza cuando G. lanza un aullido “allí, allí pone que se alquilan habitaciones”. Ya el letrero no era demasiado prometedor, pero bueno… allá vamos. Llamamos a la puerta y nos abre un señor con pinta de haberse lavado el pelo con aceite de colza y nos dice que sólo le queda una, doble, eso sí, pero que como somos 4 no cabemos. Y entonces G. despliega todos sus encantos, sonríe como un caballero, y suelta “somos gente seria, hombre, ya ves, una pareja (P. y yo) y unos amigos, seguro que tienes por ahí algún cuartito”…

Al final el hombre nos da la llave de otra habitación. Los que la habían reservado, nos dijo, se retrasaban ya más de 2 horas… y allí subimos… al infierno de Dante.

Nuestros cuartos estaban en un pasillo estrecho y húmedo del tercer piso. El que nos asignaron a P. y a mi era pequeño, con una cama de 1.10 que tenía una colcha cochambrosa cubriendo unas sábanas aún más cochambrosas. Los muebles eran por lo menos del año 1000 a.C. y las toallas estaban tan tiesas que si te daban con ellas en la cabeza te noqueaban .Bam, K.O. técnico instantáneo, señores. El baño estaba en medio del pasillo y consistía en dos agujeros. Sobre uno colgaba una alcachofa de ducha… deduje que ese no era el w.c. En el cuatro había, eso sí, un lavabo terrorífico y mugriento.

Pero lo mejor era la lámpara… esa lámpara de cuando Franco era Corneta –literalmente- sucia como pocas y con aquella bombilla… ROJA!!! Sí, señores, sí, allí estábamos J., P., G. y yo, en un puticlub de Ponferrada. P. y yo dormimos esa noche vestidos sobre la cama hecha… y nos marchamos la noche siguiente. Eso sí, el festival, impagable.

PRÓXIMA ENTREGA: Las maravillas de Marbella, la locura de Algeciras, por qué un hostal con nombre extranjero en medio de León es siempre una mala idea, y cómo logramos sobrevivir a los carnavales en Ourense sin reservas previas (otra vez).

NO SIN MI RIMMEL



Yo no salgo nunca de casa sin pintarme los ojos. Jamás.




Ya puedo ir al gimnasio –a yoga o a pilates, y en versión Light, porque las disciplinas más duras las he dado por imposibles-, a por el pan, a trabajar (a las 06.30 de la mañana, que tiene pelotas), a tomar una caña o al super. Yo, el ojo, siempre pintadito.

Es una costumbre que tengo ni-se-sabe-desde-cuando… ya no recuerdo la última vez que salí de casa sin rimel, pero igual era 1995 o algo así, porque ya en el último año de colegio recuerdo plantarme el pestañón para ir a clases de historia del arte. Yo es que soy así de presumida.

Creo que toda esta paranoia del ojo pintado es culpa de mi complejo de patito feo… claro, cuando toda la vida te has considerado un monstruito y un buen día descubres el khol… pues ya no puedes vivir sin él. Es que te miras al espejo y de repente ves unos ojazos profundos, misteriosos, definidos, de pestañas infinitas… y dices “Coño, no es que sea fea, es que hasta ahora no me había sabido sacar partido… desde ahora No.Sin.Mi.Rimel”… o a lo mejor es que en otra vida fui Cleopatra, vete tú a saber.

El caso es que en mi armarito del baño hay un rimel y un lápiz de ojos negro fácil de difuminar desde que tengo consciencia de ser yo.

Recuerdo perfectamente la primera vez que mi madre me pintó los ojos. Yo debía tener unos 10 años, era nochevieja, y mi madre, que jamás se arreglaba pero que siempre deseó que sus hijas fuésemos coquetas y presumidas, se estaba poniendo rimel frente al espejo del baño grande. Mi hermana y yo la mirábamos obnubiladas, como si fueseun acto sumamente interesante eso de pasarse un cepillito impregnado en potingue negro por las pestañas, y de repente, sin que dijésemos nada, se giró y nos dijo “Venid, que os voy a poner aún más guapas”. Nos pintó suavemente la puntita de las pestañas y nos dejó ponernos algo de colorete de color melocotón, y brillo de labios en rosa suave. Esa noche me sentí la niña más guapa del mundo cuando mi madre me dijo “tienes unas pestañas preciosas, qué maravilla”.

Desde ese momento no he querido, podido ni sabido renunciar al milagro del maquillaje. Y, como toda mujer, he pasado por etapas de lo más surrealista. Mi primer set de maquillaje personal me lo regaló mi madre cuando cumplí los 15, y consistía en base de maquillaje para pieles jóvenes, sombra de ojos tostada y rosada, colorete en tono melocotón y un rimel de farmacia de lo más soso.

Pase, cómo no, por la etapa en la que se llevaban los polvos de sol terracota en ese terrible tono naranja butano, que parecíamos todas la hermana pobre de Naranjito.

Pasé por la etapa mega pija de colorete a gogó y ni un poro a la vista, en la que sólo me ponía sombra de ojos color rosa palo.

Pasé por la etapa grunge, con la línea del ojo mal pintada a propósito en un alarde de “arreglá pero informal” muy poco favorecedor que ahora he perfeccionado gracias al efecto ahumado.

Pasé por la etapa gótica, con las uñas en negro, la sombra de ojos en negro, la barra de labios en negro… uffffffff

Pasé por la etapa “me pinto sin que se note”… no comments.

Y llegué, con los años, a la conclusión de que el maquillaje es como la ropa: un juego. Una forma de expresarme, de verme mejor, de divertirme y de disfrutar de la vida. Como salir de cañas, leer un buen libro, ir al cine o una noche loca con mi chico… sencillamente es algo que me gusta y me hace sentir bien.

En todas esas etapas mi fondo de armario de potingues varios cambió en muchas ocasiones…

Cuando en segundo de carrera gané mi primer sueldo, tiré todos los potingues que tenía y me compré un arsenal completamente renovado, enterito, con un packaging maravilloso y con cientos de miles de colorines para los ojos y los labios.

Cuando al terminar la diplomatura mi madre me dijo que me regalaba “lo que quisiera, dentro de lo razonable”, me la llevé al Corte Ingles –entonces era lo más- y le pedí que me renovase el neceser de maquillaje. Compramos una sombra de ojos verde que me hizo llorar cuando se me acabó de lo bien que me quedaba.

Cuando hace años iberia me jodió un vuelo y me pagó por el overbooking me gasté los 300€ en renovar todo el maquillaje. Fue la primera vez que compré alta cosmética, y lo primero que entró en mi armario del aseo fue una sombra de ojos rosa irisada de Estee Laurder que venía en un cubito de cristal transparente precioso.

En todos estos años de sombra aquí y sombra allá he sido infiel por naturaleza: a las marcas, a los colores, a los productos… si salía algo nuevo, yo lo probaba y desterraba inmediatamente a su predecesor. Del maquillaje fluido a los polvos, de los polvos a la crema… hasta probé aquel que venía en stick, que no podía ser más desagradable…

… pero siempre, siempre he sido fiel al rimel y el lápiz de ojos. Son los dos cosméticos que siempre me han acompañado. Diferentes marcas, diferentes precios y hasta colores, pero No.Sin.Mi.Rime ha sido mi lema los últimos 15 años de mi vida.

Por eso, cuando hace unos días los chicos de Dermalook me enviaron un correo sugiriéndome un post sobre sus productos les dije que aceptaba encantada si me sobornaban correctamente… y se ve que indagaron en mi pasado y por eso me enviaron a casa un botecito de rimel y un lápiz de ojos negros negrísimos los dos.

Al llegar el lunes a las cuatromilcuatrocientascuarentaychopocientas, más o menos, y ver el paquete en el mueble de la entrada casi se me saltan las lágrimas. Y al ver que dentro había no uno, sino dos preciosos cohechos, todavía más.

Evidentemente, los probé.

Para empezar diré que me encanta el packaging, me gustan los colores y el material del que está hecho y queda precioso en la cestita del baño, con sus amigos la sombra de ojos crema de Dior en color crudo y los polvos suaves de M.A.C.

El rimel tiene un cepillo que separa muuuuuuuuuucho las pestañas, pero no aporta demasiado volumen, Eso sí, es negra como la noche más oscura y la verdad es que sienta estupendamente si te la pones en un día cualquiera para ir sencillita, sin estridencias.

Eso sí, el lápiz de ojos… ayyyyy ese lápiz de ojosssssssssssssss… Con deciros que le he dado matarile al que tenía, que era de Chanel, para pasarme definitivamente a este!!! Es perfecto, de verdad. Fácil de usar, con esponjita difuminadota en el otro extremo, negro, negro, negrooooooo pero muy difuminable, maravilloso… y encima hipoalergénico, vamos, perfecto.

Los chicos de Dermalook me han comentado que la venta de sus productos se hace en farmacias, ópticas y establecimientos especializados, aunque de momento no lo he encontrado por Coruña… será cuestión de seguirles la pista.

Ahh!! Y aviso a posibles empresas interesadas en que se reseñen sus productos en el blog: soy sobornable… muuuuuuuy sobornable… pero también una bocazas, jajaja

LA TOERÍA DE LA RELATIVIDAD SEXUAL

Hace años que descubrí que el concepto espacio-tiempo es relativo… muuyyyyyyyy relativo.




Y lo cierto es que esa relatividad complica mucho las cosas a la hora de determinar si algo está cerca o lejos, o si alguien es rápido o lento como el caballo del malo. Anoche, sin ir más lejos, tomando una caña con P. y S., descubrí que, en realidad, en muchos terrenos, la relatividad espacio-temporal es todo un problema.

Por ejemplo, para mi una casa de 120 m2 demasiado grande, pero para la familia Brady sin duda es una caja de cerillas. Y desde luego para mi un armario de cuatro puertas es un chiste de mal gusto, pero a la mitad de los hombres que conozco les sobran tres.

Otro ejemplo: yo considero que ir caminando desde mi casa hasta la zona de Cuatro Caminos (aproximadamente 3 kilómetros 400 metros según la guía Repsol http://www.guiarepsol.com/es_es/mapas_y_rutas/), es un trayecto lo suficientemente largo como para ir en autobús, coche o taxi, sobre todo si llueve, hace un frío que pela o llegas tarde a una cita.

Sin embargo mi querido P. considera que se trata de “un paseo”, por lo que cuando me duelen los pies, estoy harta o cansada, llueve, hace frío o sencillamente llegamos tarde solemos terminar discutiendo si debemos ir andando o no.

Luego está el hecho de que, a esa relatividad, debe unirse la relatividad del concepto “corto”. En este caso concreto, la misma página web demostró que el trayecto más corto, y más rápido, para ir caminando del mismo punto A al mismo punto B era precisamente el que P. aseguraba que era más largo… ¿por qué? Pues porque sencillamente a P. “se le hacía más largo” porque le resultaba un trayecto más aburrido. Discurre por una avenida sin aliciente alguno –ni tiendas, ni escaparates, ni posibilidad de tropezar con nadie mínimamente interesante-, por lo que definitivamente 5 minutos en ese trayecto pueden parecer eternos, cuando efectivamente duran exactamente… pues eso, cinco minutos.

Pero la relatividad temporal es todavía más curiosa cuando hablamos de sexo.

Los estudios reflejan una alarmante cantidad de mujeres que se quejan de que sus amantes son “demasiado rápidos”: ellos ya han terminado cuando ellas a penas comienzan a sentir algo, pero… pero resulta que en mi entorno más cercano la queja es la contraria; cuando ellas ya no pueden más, ellos todavía están a medias.

Comentaba esto anoche con P. y con S., y ambos se mostraban sorprendidos, aunque, tirando del hilo, resulta que ambos conocían casos de hombres que había recibido quejas por su lentitud, algunas tan poco sutiles como “Vamos acabando, ¿no?”*

*Nota:
Expresión extremadamente gallega que pretende una orden sugerida. Su máximo apogeo lo vivió en el último gobierno de Fraga, cuando la gran catástrofe del Prestige sacó a la calle a la gente al grito de “Hai que ir morrendo, Franga hai que ir morrendo” (Hay que ir muriendo), haciendo alusión a la avanzadísima edad del entonces presidente de la Xunta.

El caso es que, profundizando en la mera anécdota, ayer nos surgió una duda:

¿Y si no son ellos los rápidos o lentos? ¿Y si la lentitud-rapidez está en nosotras?

Porque desconozco completamente cual es la duración de un coito normal, pero según refleja el estudio Durex de 2007 la media española se encuentra en 16 minutos, algo por debajo de la media europea, que ronda los 20 minutos, pero por encima de la china, por ejemplo, que no llega a los 15... aún así…

¿Incluyen esos minutos de coito los preliminares? Y en caso de no incluirlos, ¿son suficiente 15 minutos para que la mujer alcance el clímax? ¿O serían mejor 10 de preliminares, y 5 de coito en si mismo?

Por lo que a mi respecta, el concepto lento-rápido es relativo hasta para mi misma, e incluso con la misma pareja sexual, el concepto temporal ha variado según el momento, las excitación previa o el cansancio acumulado durante el día.

Aún así, si tengo que hacer recuento, en mi vida me he tropezado con más hombres lentos que rápidos. Y si a esto le unimos el hecho de que los estudios afirman que la mayoría de las mujeres se quejan precisamente de lo contrario, es decir, de la celeridad eyaculatoria de sus amantes, ¿cuál es mi caso? ¿he tenido una suerte fuera de la media al topar con todos los hombres parsimoniosos sexualmente? ¿O soy una mujer de orgasmo fácil, lo que me convierte en el sueño de cualquier eyaculador precoz?

Como mi naturaleza curiosa no se sentía satisfecha con la respuesta relativa a todo este asunto, decidí indagar: ¿Qué es peor, un amante precoz, o uno verdaderamente lento?

Evidentemente, cada una de las mujeres consultadas respondía según su criterio, pero parece que la conclusión general es que es mejor un amante rápido pero voluntarioso, capaz de retomar las fuerzas rápido y terminar lo que ha empezado, aunque sea en segunda convocatoria, que uno lento incapaz de claudicar antes de detenerse antes de provocar problemas de irritación en su partener.

Aún así, las mayoría de las mujeres sostienen que “depende” es la respuesta correcta… porque un hombre rápido sin recuperación, o sin interés, y un hombre lento con paciencia y calma cambian completamente el resultado de la encuesta.

Así pues, terminé mi domingo de cañas con la sensación de que, definitivamente, Einstein tenía razón, y el espacio y el tiempo son relativos… pero yo soy, sin relatividad alguna, una chica con suerte. Bien por mi.

¿ÁNGELES O DEMONIOS?

Siempre he creído que las mujeres podemos clasificarnos en dos grupos sexuales/sentimentales: las amantes de los ángeles y las irremediablemente atraídas por los demonios. Yo, sin duda alguna, soy fan confesa de los segundos.



La Revista Elle de Mayo parece tener más o menos la misma teoría que yo, porque dedica sus páginas centrales de cultura a ilustrar la investigación con las mini biografías y las imágenes de dos especimenes masculinos que encarnan a la perfección las dos vertientes del género: el ángel y el demonio, para todos los gustos, oiga.

Este mes se estrena mundialmente la película “Ángeles y Demonios”, basada en el bestseller homónimo de Dan Brown, que no es sino la precuela (o sea, lo contrario a la secuela) del archifamoso “Código DaVicni”. A mi los libros me gustaron bastante, pero odié profundamente la adaptación cinematográfica anterior porque Tom Hanks me parecía la peor elección posible como protagonista, un intrépido historiador al que yo veía más del rollo de Harrisond Ford en Indiana Jones que en plan novio de América.

Pero con esta segunda parte presiento que no tendré problema, porque podré posicionarme sin miedo del lado de los malos, encarnados en ese pedazo de hombre que es Ewan McGregor. Sí, Hanks, ese ser soso, aburrido, predecible y perfecto, seguirá siendo el protagonista de la saga, el ángel mágico y buenérrimo… pero el demonio llevará la piel de mi escocés favorito –con permiso de Jonnhy,, Walker, of course-, disfrazado de cura… ¿y hay algo más sexy que un tío malo disfrazado de cura? Esos ojos verdes que parecen chispear cuando miras de reojo, esa sonrisa de medio lado, pícara, que nace de una boca que promete más mordiscos que palabras bonitas, ese cuerpo pensado para lamerlo centímetro a centímetro, fuerte y fibroso, todo nervio… Mira, es que se me eriza la piel sólo con pensarlo.

Yo descubrí muy joven mi querencia por los hombres-demonio (que no son, ni de lejos, hombres malos en el sentido estricto de la expresión). Cuando todas mis amigas bebían los vientos por Glenn Medeiros y David Summers, yo me declaraba obnubilada ante la presencia errática y envuelta en cuero de Bon Jovi o de Carlos Segarra. Siempre he tenido muy claro el tipo de hombre que me atraía, y casi siempre he obrado en consecuencia, pero…

¿Qué lleva a una mujer a decantarse hacia uno u otro estilo de hombre? ¿Qué ventajas e inconvenientes tiene enamorarse de un ángel? ¿Y de un demonio? ¿Y por qué algunas mujeres se emparejan irremediablemente con uno u otro tipo de hombres en relaciones destinadas al fracaso? ¿Qué nos lleva actuar así?

En mi caso particular mi querencia por “walk in the wild side” ha sido siempre una consecuencia del miedo al aburrimiento. Soy una inconstante, y lo soy con todo, así que también lo soy con el amor. Las relaciones seguras, estables, firmes, en las que la sorpresa, la pasión y la inseguridad tienen un limitadísimo espacio no están hechas para mí. Yo necesito la lucha constante para sentirme viva, y quizás por eso me he decantado siempre por tipos poco propensos a proponer matrimonio a la luz de las velas y darte dos hijos preciosos y bilingües. En cambio, para compensar, todas mis parejas han sido siempre especialistas en discusiones apasionadas, seguidas de reconciliaciones más apasionadas aún; en polvos salvajes en lugares inesperados; en planes infrecuentes. A mi me gusta así.

Quizás asumir mi atracción por el lado oscuro me haya hecho más libre. Tengo lo que quiero, aunque no sea lo que merezco, pero, ¿qué habría pasado si, luchando contra mi naturaleza, me hubiese esforzado por conectar con uno de esos muchos ángeles que pululan por el mundo?

Porque hay muchos, muchos hombres “perfectos” paseando por el planeta tierra, esperando que la chica adecuada aparezca en su camino. Yo tropecé con uno una vez, aunque lo nuestro duró un suspiro, porque los paseos a la luz de la luna, las flores regaladas en las fechas señaladas y las cenas en “nuestro restaurante” me aburrieron antes de empezar. Si hubiese dicho “sí”, ahora los dos seríamos unos desgraciados: yo, porque me aburriría mortalmente; él, porque no entendería “qué ha hecho mal”.

Pensaba en esto mientras leía la entrevista que Elle le hacía a Ewan (porque yo le tuteo, que para eso somos amantes ocasionales desde hace… puffff, nisesabecuantotiempo), y me acordé de un libro que me regaló mi hermana el año pasado. Se titula “Cambio príncipe azul por lobo feroz”, y lo escribe Raquel Sánchez Silva, que, mira tú qué pequeño es el mundo, redacta ahora la columna de cierre de Elle. Y pensé que sí, que definitivamente yo había cambiado un príncipe azul por un lobo feroz, y volvería a hacerlo con los ojos cerrados. Prefiero los mordiscos que las caricias, y, al parecer, cada vez más mujeres optan por este tipo de parejas “demoníacas”.

¿Será, pues, signo del cambio de los tiempos? ¿Nos hemos cansado las mujeres de los “buenos chicos”? ¿O seremos sólo unas cuantas las que elegimos al chico malo de la peli como compañero de cama? ¿Será que, conscientes de nuestra propia entidad demoníaca, hemos optado por no acercarnos demasiado a los ángeles, para evitar sentirnos fiscalizadas, o juzgadas? ¿A caso los hombres “perfectos” nos hacen sentir inseguras, en lugar de otorgarnos esa seguridad que supuestamente buscamos en ellos?

En cualquier caso, la cuestión reside en tener claro qué es lo que esperamos del otro, y de nosotros mismos. Yo, personalmente, me decanto por la sonrisa pícara y los ojos verdes del malo de la película. No llegaré al altar con él, eso seguro… ¿pero quien quiere una boda si puedes ir directa la noche de sexo desenfrenado y sudoroso?... ¿O será la primavera?