LA REENTRÉ

Siempre me ha encantado eso de “la reentré”. Soy así de rara.

De niña, los primeros días de septiembre eran siempre una fiesta: comprar ropa para el colegio, la mochila, los cuadernos, todas aquellas pijaditas de papelería que me volvían –y me vuelven- loca… Aquello era una gozada para mi hermana y para mí. Mi madre nos llevaba una tarde entera de compras, y nos equipaba para “La Vuelta al Cole” como si fuese un gran acontecimiento. Años más tarde, cuando nació mi hermano, se unió a aquella festividad otoñal que suponía preparar el regreso al día a día.

Creo que es mérito de mis padres haber conseguido que el fin de las vacaciones estivales nunca haya sido un trauma para mí. Parecían tan felices, contagiaban tanta energía, que era imposible sentirse abatido. Hasta los libros de matemáticas parecían un tesoro cuando mi abuelo los forraba con aquel film transparente y les rotulaba las etiquetas identificativas con aquella letra rectilínea y maravillosa.


Las etiquetas de mis libros eran una de esas cosas que nunca pasaba desapercibida en clase: tan cuidadas y bonitas, con aquella caligrafía que parecía arquitectura de lo elaborada y perfecta. Lo mismo pasaba con mis horarios, un trozo de papel cuadriculado que mi hermana se encargaba de customizar con su particular estilo: letra “nube” (ella misma la inventó) con colores y estampados diferentes para cada asignatura. Todo un alarde de originalidad y creatividad.

Mi entusiasmo por la “reentré” no ha desaparecido nunca, aunque es verdad que ahora me da un poquito más de pena que se termine el verano, creo que, sobre todo, porque de niña el otoño era sinónimo de volver a ver a los amigos, y de adulta es sinónimo de verlos un poquito menos, por aquello de que ya no compartimos clase, cosas de la edad.

Aún así, cuando septiembre amenaza con llegar a mi vida, yo siempre encaro la situación con el mismo sistema: una mezcla del entusiasmo que mis padres le ponían al asunto cuando yo era niña, y la ilusión que me hace estrenar todas esas prendas que veo colgadas en las perchas de mi boutique favorita.


Básicamente, mi reenté consiste en:

1.- Reorganizar mi agenda, y con ella, mis horarios. Recuperar mis clases de yoga, mis horas de sueño, mi ritmo más o menos constante de vida. Mi nuevo teléfono ha facilitado mucho las cosas en ese sentido, esto de poder conectar mi agenda personal a la del despacho y cuadrarlas automáticamente es todo un avance.


2.- Reorganizar mi armario. De momento ni se me pasa por la cabeza sacar la ropa de invierno, pero si alguna ventaja tiene Galicia, es que el 90% del año es “entretiempo”, así que, llegados a este punto, puedo recuperar camisas de manga larga y jeans sin miedo a cocerme, y mantener ese estilo “pseudoprimaveral” hasta bien entrado diciembre.

3.- Shopping de temporada: este año incluye unos zapatos en nude que he visto en Zara Woman que sencillamente me han enamorado, una botas de caña alta y taconazo en cuero negro de Cuple y un par de cardigans en tonos neutros. Del resto voy sobrada, porque el año pasado hice unas compras maravillosas, pero aún así caerá algún bolso, y casi seguro un vestidito que he visto en Mango, clon de uno de Dianne Von Fustenberg, que me he parecido precioso.


4.- Renovar mi neceser: El verano y sus cremas de protección solar han quedado atrás, y aunque yo no renuncio nunca a ella –a la protección solar, digo- no la utilizo del mismo modo en octubre que el julio, claro. Además, el calor, el sol, y los cambios de hábitos siempre pasan factura a la piel, que pide a gritos un poquito de cariño. Cremas más untosas, texturas menos fluidas, y nuevos principios activos para energizar el regreso.


5.- Nutrir mi nevera, que a estas alturas del verano parecía ya un páramo de lo desértica que estaba. Medio limón, cervezas, dos yogures a punto de caducar y un trocito de queso. Vamos, una tristeza.


6.-Organizar mi despacho, este año con más motivo que nunca, porque como acabo de aterrizar en este nuevo destino laboral, tengo todavía muchas cosas por hacer. Esta parte me encanta, lo reconozco, porque eso de colocar bandejas de archivo, gomas de borrar, portaminas y resaltadores me recuerda mucho a mi infancia… sólo me faltan las etiquetas de mi abuelo.


7.- Recargar mi I-pod, que llevo ya un mes dándole vueltas al último disco de Miranda! y a los temas de Mando Diao. Se impone una renovación pero a la orden de ya.


8.- Sesión de belleza post-vacacional intensiva… aún cuando en mi caso no han existido vacaciones. Exfoliación, mascarilla, depilación, manicura, pedicura, retoque de puntas… vamos, lo que se dice “un completo” para aterrizar en septiembre en plena forma.


…y creo que eso es todo. De aquí al lunes, como nueva para comenzar la temporada otoño/invierno 08-09 en plena forma. No es igual que cuando mis padres me regalaban aquellos cuadernos nuevos llenos de maravilloso dibujos... pero ¿quién quiere cuadernos nuevos teniendo pumps nude de tacón ancho?

¿Y VOSOTROS?

¿CÓMO PLANIFICAIS LA REENTRÉ?

EL HADO

Nunca he creído en las casualidades.




Las cosas, cuando pasan, pasan por algo.

En mi vida, todos los acontecimientos –buenos, malos y regulares- han tenido siempre consecuencias, y siempre han desencadenado algo positivo al final. Incluso en los peores momentos.

Creo en el destino. No en ese destino inamovible y trágico de los griegos. Creo en el destino como un camino que nosotros mismos vamos trazando, pero en el que ciertas cosas son inapelables.





El miércoles, mientras comía con mi amiga Uxi, me di cuenta de que, definitivamente, hay cosas que no alcanzamos a comprender. Y que soy una persona afortunada.

El miércoles, a las tres de la tarde, el vuelo JK5022 de la compañía Spanair, que cubría la ruta Madrid-Gran Canaria, se estrellaba y ardía ante la impotencia de los medio de seguridad del aeropuerto de Barajas. 153 personas perdían la vida, y más de 20 sufrían graves secuelas.






El miércoles, a las tres de la tarde, mi padre y mi hermano debían haber ido en ese avión.

Pero no iban.

No iban, porque una semana antes, con los billetes ya reservados a través del mostrador on-line de Spanair, llamé a mi padre para confirmarle los vuelos. Debían salir de Alvedro a las 06.30, para enlazar en Barajas con el vuelo JK5022 a las 13.30 (la hora original prevista en el despegue).

Pero a mi padre no le gustó la hora.

“Es muy temprano” dijo, “¿No hay uno que salga más tarde?”

Y lo había. Había un vuelo que despegaba de Alvedro a las 14.45, y que enlazaba con otro en Barajas a las 20.30. Demasiadas horas tirados en un aeropuerto.

“Llegareis muy tarde a Las Palmas, papá, y además pasareis muchas horas en la T2, que es más aburrida que un pan sin sal”.

Yo insistí, pero mi padre consideró que las horas en Barajas podrían aprovecharlas quedando con mi hermana, que vive en Madrid, y que llegar a Las Palmas de noche les permitiría dormir pronto y recuperarse así del vuelo.

Así que les cambié el billete.

Un clic… y cambio el destino. O se cumplió, según lo mires.




Ayer, mientras mi amiga Uxía y yo dábamos cuenta de una ensalada marinara y unos chipirones encebollados en el Rincón Habanero, la televisión empezó a escupir imágenes de humo, de caos, de gente desorientada T2 arriba y abajo… P., que no recordaba qué vuelo habíamos cogido finalmente para mi familia, me llamó alarmado. Cinco minutos antes yo había hablado con mi padre y mi hermano. En Alvedro aún no les habían informado de nada. Según ellos, ni si quiera se preveía retraso alguno.

El miércoles me di cuenta de que las casualidades no existen… y de que nadie comprenderá nunca qué nos impulsa a cambiar de idea en un momento.

El miércoles me alegré horrores de que a mi padre no le guste madrugar.

OVERDRESSED -o el "Efecto Sartorialist"

Según el wordreference, algo así como la Biblia de los términos interlingüísticos, Overdressed es aplicable a “una persona que lleva traje y corbata en un partido de baseball”.


Vamos, lo que toda la vida hemos llamado “estar fuera de lugar”, sólo que a la alza. Porque a una persona que lleva bañador, pareo y chanclas en un velatorio no podría aplicársele el término “overdressed”, evidentemente, aunque, indiscutiblemente, estaría fuera de lugar.

Coruña, ciudad de la soy y en la vivo actualmente, se ha caracterizado siempre por “ir bien vestida” (dicho popular ampliamente extendido). Es –somos- una ciudad de apariencias, donde la gente baja a por el pan con los stiletto y sale de copas con sus mejores galas. Eduardo Casanova, el actor que da vida a Fidel en la serie Aida y al Principito de Saint Exupeire sobre las tablas, y reconocido fashionista, dijo una vez, en una entrevista, que lo que más le había alucinado de Coruña era lo arreglada que iba la gente “los que peor visten llevan lo último de Zara, así que con eso te lo digo todo”, afirmaba.


Toda esta perorata debería servir para poneros en antecedentes: desde que tengo uso de razón, jamás me he sentido “demasiado arreglada” en Coruña… en todo caso, al revés. En mi adolescencia recuerdo con estupor la sensación de “tiradilla” que padecía al salir de copas con mis amigas, con jeans y camiseta, y encontrarme con cientos de adolescentes luciendo vestiditos, camisas y faldas rectas.

En Coruña no era factible sentirte “overdressed”… pero eso ha cambiado, amigos. Ha llegado a la ciudad de los channeles, los loewes y los pedros del hierro el “me he puesto lo primero que he pillado”, y esta nueva tendencia me descoloca.

No hablo de gente mal vestida, que conste. Hablo de otra forma de entender el vestir. Hasta hace relativamente poco un traje chaqueta negro con camisa blanca, pendientes de oro y bolso midi en piel de cocodrilo era un atuendo más que apropiado indispensable para acudir al trabajo y bajar luego a rematar la jornada en el pub de la zona tomando una caña con los amigos… A día de hoy, aparecer así en la oficina, o en el pub, te garantiza cientos de miradas directas, y no precisamente de admiración.


El traje chaqueta y el maquillaje impecable han sido sustituidos por los jeans, las camisetas de tejidos nobles, los shoppingbags de piel blanda, los foulards estampados al cuello –invierno y verano, una tendencia que jamás comprenderé- y el make.up casi imperceptible, natural in extremis: gloss, máscara de pestañas y blusa en abundancia.

Es fácil topar con melenas de mechas doradas, al más puro estilo California Sun, donde antes tropezabas con cortes de pelo impolutos y medias melenas ladeadas, y los tacones de aguja han dejado paso a las cuñas, o incluso a las bailarinas, el calzado de moda en una ciudad donde el adoquinado obliga a desembolsar una fortuna en zapateros.

Ayer por la tarde, mientras P., S., y yo nos tomábamos una caña en Casa Rita –uno de esos locales “in” pero “de siempre”, tan coruñeses-, me di cuenta de que este fenómeno es completamente irreversible, al menos a corto plazo. Y me di cuenta porque, de entre toda la clientela, treintañera en su mayoría, la persona que captó mi atención fue una joven con un traje chaqueta verde botella. Y el traje era bonito. También su corte de pelo, y su maquillaje, con doble sombra de ojos y uñas manicurazas en color nude y largo medio-, pero aún así yo pensé “¿no va esta chica muy arreglada?”.


Luego miré alrededor y capté, así, de un plumazo, una docena de jóvenes treintañeras con melenas color miel recogidas de forma improvisada, camisas oversize en tejidos nobles, bailarinas sencillas y foulards estamapados, que sonreían tras su gloss natural y pestañeaban con sus ojos sin maquillaje. Posiblemente la mitad de ellas cargasen bolsos de más de 300€, o luciesen relojes, pendientes o pulseras con varios ceros en su etiqueta, pero todas parecían tan naturales como la protagonista de El Lago Azul.


Es el efecto Sartorialist, esa tendencia que parece haberse adueñado del mundo –sobre todo del femenino- y que se ciñe a un lujo que parece mercadillo. Prendas y complementos sencillos, de cortes impecables, que a penas marcan el cuerpo y que recurren a tejidos nobles y colores neutros, en detrimentos de aquel lujo ostentoso, más evidente, que marcó el devenir del “bien vestir” en el siglo XX.


Es el retorno del “menos es más”, del minimalismo de los 90 que tan de moda puso Clavin Klein con aquellas prendas sobrias pero extremadamente costosas, que se transformaron en el paradigma de la elegancia.

En su versión más fashion, más high class, adorna tanta simplicidad con joyas algo más ostentosas: perlas, piedras preciosas, anillos de cocktial, relojes de super lujo que sí parecen lo que son.


A todo esto ha contribuído, y mucho, la proliferación de lo que los expertos en moda han dado en llamar "lujo asequible": una especie de nueva oleada de marcas, a caballo entre las casa de moda de toda la vida y los grandes almacenes, que ofrecen productos de calidad media a precios "medios". Bimba&Lola, Uterqüe, tiendas multimarca con Hamevaqui o segundas marcas como Marc, by Marc Jacobs, o K, by Karl Lagarfeld.


Allí, sentada en mi taburete de Casa Rita, miré alrededor y vi, como en flashazos, varios post de The Sartorialist. Me gustaron, pero no me sorprendieron.
Será que ahora es tendencia lo que fue novedad antes.
Tempus fuggit, que dijo un sabio.

DE DESEOS Y MAPAS

Hay días que es mejor dejarlos pasar.


Yo llevo unos cuantos así. Días medio grises, que no tristes. Días en los que te sientes fuera, lejana, sola, incompleta. Ni sí, ni no, ni todo lo contrario.

Reconozco que soy una persona difícil, la verdad, y en general no me molesto demasiado en tratar de hacer entender a nadie cómo me siento por dos motivos fundamentales. A saber:

1.- Suelo magnificar los sentimientos de forma interna –rollo GH, que ya sabeis “aquí todo es más fuerte”-, pero luego los empequeñezco un montón de puertas a fuera. Vamos, que por dentro soy toda una Scarlett, y por fuera algo así como la mala de Terminador... y eso, sin exagerar.




2.- La mitad de las veces ni yo misma sé lo que siento, o, en caso de saberlo, me da un miedo atroz… ¿de verdad puede un ser humano tener miedo de lo que siente?, pensareis vosotros. Pues sí, os lo digo yo, que lo sé de primera mano.

Total, que como ayer pasé una noche de insomnio terrible –y mira que hacía años, pero mucho, que no tenía problemas para conciliar el sueño-, y esta mañana me he despertado –es una forma de hablar- un poquito embotada –lo de “poquito” también es una expresión, y como este es mi blog y escribo lo que quiero, que para eso es mío, he decidido utilizarlo como terapia, para tratar de poner en orden mis ideas.

Y ya que no tengo muy claro qué es lo que me angustia –de hecho, creo que soy yo la que me angustia-, en lugar de escribir la lista de “lo que siento”, voy a escribir la lista de…

… LO QUE DE VERDAD DESEO EN ESTE MOMENTO (y sí, pueden parecer idioteces, pero me harían feliz, así que es lo que hay).

1.- Deseo recuperar el ritmo de mi vida.
Deseo volver a tener un horario más o menos estable, deseo volver a disfrutar de tiempo con mi chico, deseo volver a recuperar la rutina del gim, deseo volver a disfrutar de nuestra casa… Quiero volver a tomar las riendas de mis horas, mis minutos, mis segundos.



2.- Deseo volver a disfrutar de los fines de semana de fiesta con mi chico. El verano parece hacer imposible que nuestras agendas de ocio coincidan, y cuando él tiene tiempo yo no tengo ánimo, y cuando yo tengo ánimo él no tiene tiempo. Un despropósito, vamos.



3.- Deseo que salgan las revistas de septiembre, y empaparme de las nuevas tendencias sentada en el sofá con un vaso enorme de coca-cola. Y sí, parece una gilipollez, y de hecho seguramente lo es, pero es algo que sé que me sentará bien. Es uno de esos momentos para mi, íntimos, personales y agradables.



4.- Deseo poder tener unos días libres. Una semana sería más que suficiente. Una semana en la que robarle algo de tiempo al mundo y algo de pasta mi cuenta –que está medio muerta, pero está- para escaparme con mi chico a algún sitio agradable. Necesito sentirme otra vez en ese punto en que dos palabras son lo único que necesitas.



5.- Deseo que nazca Teresa. Tengo unas ganas locas de verle la carita a esa niña… y se está haciendo de rogar, la tía. Tan canija y ya coqueta, mira tú.



6.- Deseo volver a encontrar mi sitio. Los últimos días me he sentido descolocada, algo fuera de lugar… y quiero, no, necesito, volver a encontrar mi sitio en mi propio mundo.



La verdad es que, por muy extraña, desorientada e incómoda que me sienta en este momento, reconozco que la vida me ha ido enseñando a relajarme ante este tipo de situaciones porque, queridos bloggers, tarde o temprano todo se arregla. Y esto, afortunadamente, se arreglará más pronto que tarde… pero si las revistas ya salen esta misma semana!!!! jajajajaja

¿Y VOSOTROS?

¿QUÉ DESEAIS EN ESTE MOMENTO?

EL CASO DEL POLLO FRITO -otra de lsd casero-

Hay dependientes y dependientes.



Esa es la conclusión a la que he llegado después de leer vuestros comments en el post anterior.

Susana sostiene, no sin cierta razón, que a veces parece que antes de contratar a un dependiente se le hace una prueba para ver lo borde, inepto y mal encarado que puede llegar a ser, y el caso es que, leyendo su comment, me acordé de una etapa en mi vida en la que sostuve con ahínco la teoría de que, en una conocida cadena de comida rápida, sólo contrataban idiotas, pero idiotas de los de verdad, de los de caso clínico diagnosticado. Nada de tontos a medio hervor. Idiotas profesionales.

Toda esta teoría se fundamentaba, básicamente, en una traumática experiencia que tuve que pasar, allá a finales de los 90, en mi exilio voluntario en Madrid.

Aquel fin de semana mis padrinos y mis ahijados se habían desplazado hasta allí para hacernos una visitilla, y después de una tarde de turismo al más puro estilo Díaz (es decir, medio día en Ikea y el otro medio por la calle Sol), estábamos en el salón de mi primera casa madrileña, en la calle José Abascal, tirados en el sofá y decidiendo qué cenar.

En ese momento, mi primo Nicolás comenta que a él lo que de verdad le apetece es pollo frito. Acababa de estrenarse el Episodio I de la Guerra de las Galaxias, de la que Nico era fan incondicional, y esa misma tarde habíamos pasado por delante de una famosa cadena de fast food que anunciaba que, con cada menú grande, regalaba un muñequito de la famosa saga.




Sabiendo que lo que el niño quería no era el pollo, sino al “pollo” de plástico y su espada láser, el que entonces era mi novio y yo nos ofrecimos voluntarios para coger el metro y acercarnos hasta la famosa cadena.

Al llegar una enorme cola de amantes del pollo frito y de las espadas láser se cernía sobre el mostrador. Esperamos pacientemente nuestro turno mientras nos leíamos el tríptico publicitario –que aún conservo- en el que anunciaban que “con cada menú, una figura de regalo”.




Cuando nos tocó el turno, y en vista de que éramos 7 personas a cenar, nos decantamos por el menú en tamaño gigante. Pollo frito picante, una coca-cola de tamaño industrial y miles de patatas fritas recalentadas y blandurrias. Pagamos, nos lo metieron en una bolsa de plástico, y cuando salíamos del local se me ocurre mirar dentro… allí no había muñequito alguno. Ni la menor sombra de espada láser.




Me acerqué al mostrador creyendo que se trataba de un olvido. A continuación reproduzco la conversación.

Mira, perdona, es que no habéis puesto el muñeco

¿Qué muñeco?

El de la promoción, el que regaláis con el menú.

Ah, es que no es con este menú. Es con el menú infantil.

Perdona, pero en la promoción no dice nada del menú infantil, sólo dice “menú”.

Ya, pero es con el infantil.

Bueno, y, ya que este menú es bastante más caro, ¿no podrías dármelo?

No, es que es con el infantil

(Aquí yo ya echaba humo por las orejas y G. se descojonaba, todo al tiempo).




Bueno, está bien, en ese caso, cóbrame un menú infantil y dame el muñequito sólo.

No, es que si te lo cobro te lo tienes que llevar.

Mira, yo no quiero más pollo frito. Con el que tenemos aquí podemos dar de comer a media Etiopía. Sólo quiero el muñeco. Si no hay más remedio, te pago el menú, pero no me lo quiero llevar.

Es que si lo pagas te lo tengo que poner.

Bueno, pues tú me lo pones y se lo das a los pobres de la puerta.

Es que te lo tienes que llevar.

(En ese momento noto que me empiezo a poner verde, y decido parar para respirar hondo de nuevo).



Está bien, está bien. Pues ponme un menú infantil.

¿Con qué lo quieres?

Con muñequito.

Y de comer.

Me da lo mismo, sólo quiero el muñequito.

Ya, pero es que si no me dices cómo lo quieres no te lo puedo poner.

Pues ponlo como quieras.

Es que tienes que escoger

(Madremiademividaloquehayqueaguantar)

Pues ponme una ración de pollo normal, coca-cola y patatas, ¡¡coño!!.

Son 750 pesetas
(sí, aún eran pesetas)

Toma, cóbrate (un billete de mil sale de mi cartera).

No tengo monedas de 50, espera.

El interfecto en cuestión se acerca al micro y pregunta a viva voz si alguno de sus compañeros tiene monedas de 50 para darme el cambio. Ninguno tiene, esto va de mal en peor. Empiezo a barajar la posibilidad de suicidarme haciéndome el haraquiri con la bandeja de plástico. En ese momento una tímida vocecilla se hace oir desde una caja vecina

Yo tengo de 25, si te valen

No, de 25 también tengo yo, pero necesito una de 50

Yo es que ya no me lo podía creer… ¿es que nadie le ha explicado a este ser extraño, inclasificable, descentrado, incoherente, que 25 + 25 son 50?




Completamente fuera de mi, me ensaño con una sarta de improperios impropios de la boca de una señora, que es lo que yo soy, lo mires por donde lo mires

Pero vamos a ver, dame 2 monedas de 25 y ya está, ¿no?

Y en ese momento, como si saliese de un trance, aquel ser completamente alienígena abre la caja registradora, saca dos monedas de 25 pesetas, y la vuelve a cerrar.

Perdona, pero es que faltan 200 pesetas. Te he pagado con un billete de 1000

Pero me dijiste que te diese dos monedas de 25

Sí, claro, pero no dije que no me dieses el resto de la vuelta

Pues es que ahora ya he cerrado la caja y no la puedo abrir hasta que no pague otro cliente

Desesperada, alucinada, y al borde del colapso, cedo el puesto a mis vecinos en la cola, que están directamente descojonados de la risa. Les explico el tema, me quedo pegada a ellos como una lapa, y alcanzo a impedir que el ser alienígena cierre la caja de nuevo justo antes de darme mis 200 pesetas.

Para cuando regresamos a casa, el pollo estaba frío, las patatas aún más reblandecidas de lo normal, y la coca-cola aguada… pero Dath Vader estaba intacto. Eso sí, Nico hubiese preferido a Jar-Jar. Cosas de niños.

EL EXTRAÑO CASO DE LA CORTINA SOLITARIA Y EL PRESUNTO DEPENDIENTE -o cómo flipar en colores sin meterte nada de nada-

El sábado me quedé de Rodríguez.




Siempre me ha hecho gracia el término “Rodríguez”, porque me parece algo como decimonónico, antiquísimo… vamos, pasado lo mires por donde lo mires. Pero en mi caso, el sábado era la definición perfecta para mi estado transitorio: mi chico de fin de semana en las fiestas de su tierra (él que podía, que o curra hoy y aún estará durmiendo la resaca, qué envidia), mis amigos durmiendo la movida del viernes, y yo con todo un día completito para mi solita, hasta que a las 19.30 comenzase la sesión oficial de cañas de cada sábado, que, por cierto, aún no ha terminado… pero esa es otra historia.

El caso es que, con la perspectiva de tanto tiempo libre, y con cierto mono de shopping, me decidí a deslizar mi mañana entre las tiendas del centro, a ver qué se cocía en la nueva temporada.




Paseé por Zara, Mássimo Dutty, Bershka, Sacha, Armad Basi, Bimba & Lola, Purificación García, y varias boutiques pequeñas, sin resultados. Nada de lo que vi me llenó el ojo. Tal vez un par de cardingans de algodón en Zara, que seguramente terminaré por comprar –prácticos, versátiles, y bien de precio-, y un bolso en color hueso que no era perfecto, pero sí se aproximaba. El resto me parecía todo como fuera de lugar… quizás influyesen los 24º que decoraban el día, con un solecillo agradable y sabroso.

Total, que mis pies me llevaron hasta la puerta de Zara Home. Mientras paseaba entre cestas de mimbre y cortinas de seda salvaje, se me ocurrió que sería una buena idea renovar mis juegos de cama. Hace unos meses compré allí uno que es el que más me gusta, porque destaca mucho sobre el cuadro que P. me regaló en Navidad, y resulta elegante y sobrio sin ser soso.




Me acerqué a la zona de ropa de cama, y me hice con un nuevo juego en los mismos tonos pero con una combinación diferente.

Y cuando salía de la tienda, pensé “la verdad es que para que el dormitorio quedase perfecto, lo que le hacía falta eran unas nuevas cortinas”.

Las que tenemos ahora son de color agranatado, perfectas en el tono, pero no en el tejido, que es, para mi gusto, demasiado fino. Se me ocurrió que unas algo más opacas darían un aire mucho más acogedor y chic al dormitorio… y me fui en busca de las cortinas perdidas.

Recorrí media ciudad, y tras el infructuoso resultado, quedé con mi padre para comer y recorrer la otra media después de un trozo de tortilla con ensalada.

Repuestas las fuerzas, me dejé caer por la Nave de Pórtico, en la Grela, a sabiendas de que sus cortinas suelen ser perfectas para ese tipo de decoración.
Allí compré las que ahora cuelgan del ventanal del salón, y que antes adornaron el dormitorio, de un vivo color amarillo.

Al parecer, yo no soy la única que utiliza el sábado de “Rodríguez” para redecorar su vida, porque allí había una docena de personas paseando entre vasos, platos y verduleros de diseño.

Decidí hacer caso del refranero español y me dije a mi misma “ale, tú sigue a la masa”. Y me dejé perder entre los estantes buscando mis ansiadas cortinas… pero no encontré nada. Y justo entonces comenzó…

…EL EXTRAÑO CASO DE LA CORTINA SOLITARIA, DESAPARECIDA Y MISTERIOSA.

Al no encontrar nada, me acerqué al mostrador, donde media docena de empleados uniformados se movían de forma frenética, pero como al ralentí. Como si la tarde de verano les afectase.

“Perdona” le dije a una chica de unos 30 años que consultaba un directorio “¿dónde puedo encontrar las cortinas?”.

“Por ahí” dijo levantando la mano y señalando… pues la tienda. Ni se molestó en levantar la vista del listín que consultaba.


Teniendo en cuenta que “por ahí” me parecía un término extremadamente ambiguo, decidí reemprender mi búsqueda. Y topé con las cortinas en un estante algo deslavazado del fondo de la nave. Entre cortinones de estampado inclasificable, cortinas de rayas marineras y varios pares de cortinas en diferentes tonos crudos, la encontré. Allí estaba, la cortina perfecta, en precioso color granate y con el grosos perfecto. La levanté para desplegarla, y…

…y de repente me di cuenta de que era una sola cortina… solitaria, perdida… ¿qué clase de persona compra una sola cortina? ¿es que hay ventanas tan pequeñas? Y en caso de haberlas, ¿no será conveniente ponerles un estor, y no una cortina?

Con mis dudas y mi cortina solitaria me dirigí de nuevo al mostrador.

“Perdona” le dije a otra chica. “Esta cortina no tiene pareja, ¿me puedes mirar en el almacén si hay otra?

“No”.

Eso fue todo lo que dijo. No sé si quería decir que no había más, o que no podía mirarlo, pero me quedé tan petrificada que paré a otra dependienta y le repetí la misma pregunta.

“Si no la hay ahí no la hay”… y se machó.

Yo es que estaba ya como alucinada, como puestísima de LSD… ¿pero es que nadie sabe aquí contestar educadamente?.


Así que paré de nuevo a un chico, y le repetí la misma pregunta.

“Es que no tenemos cortinas en el almacén, lo siento”.

El “lo siento” envalentonó mi espíritu, y me aventuré a tratar de continuar una conversación íntima entre posible comprador y presunto dependiente.

“¿Y podrías mirar si os quedan en otra tienda? Es que con una no arreglo nada, pero con dos sería disitinto”.

“Ahora estoy muy liado. Si quieres te doy el número y llamas tú”.

Completamente descolocada, no supe responder, y dije que sí, que vale, que pagaría yo la cuenta del teléfono y que yo misma me pondría en contacto con las otras dos tiendas de la ciudad, y que yo había matado a Kennedy.

El presunto dependiente me arrojó un listín y allí encontré los dos números. Marqué el primero, pero allí no les quedaban. Quizás en la otra, me dije a mi misma. Así que marqué el otro. Y marqué de nuevo. Y volví a marcar. Pero allí no cogía no cristo y empecé a recalentarme.

“Mira, perdona, es que en este número no me coge nadie. ¿Estará equivocado?” Le pregunté solícita a una nueva dependienta.

“Pues supongo que no”
me respondió sin si quiera parase, sin mirar el listín, sin pestañear… alucinante.

Con el cabreo por montera decidí claudicar y pasar del tema, pero de camino a casa se me ocurrió que, ya que tenía registrados los dos números en teléfono, podía llamar a la segunda tienda para preguntarles a ellos si el número de la tercera era correcto, ya que en la primera pasaban de mi. Y así lo hice.

“Perdona, estoy tratando de contactar con vuestra tienda de la calle Ferrol, pero no me coge nadie, y no sé si será porque tengo mal el número, ¿me lo podrías comprobar?”.

“Te lo miro encantada” me respondieron al otro lado del teléfono. Y yo, flipando, claro “pero te advierto que es normal que no te cojan porque los sábados por la tarde cierran”.

Tócate las bolas, pensé. ¿Y esto no me lo podían haber dicho los de la primera tienda?

Total, que al final pasé de las cortinas, de los dependientes y de la madre que parió a las grandes cadenas de decoración, y me fui a tomar una caña con S. y J.S, que no tienen cortinas en su casa pero son muy felices… mira, quizás sea por eso.

LA MUJER SIN ESTILO

Ayer por la tarde, sentada frente al mar disfrutando de un concierto de los coruñeses Loretta Martin, llegué a una terrible y nada alentadora conclusión: no tengo estilo.

No me refiero al estilo entendido como charm, glamour, aura, duende o cómo demonios queráis llamarlo vosotros. No, no, de ese me sobra (y sí, tengo abuela pero es poco cariñosa y nada halagadora).

El estilo al que yo me refiero es ese leit motiv que se supone que la mayoría de nosotros deberíamos tener. Un gusto particular y personal que nos define y que hace que determinadas prendas, aún siendo de nuestra talla, corte y color, no nos sienten bien, por aquello de que no nos pertenecen.

En las escaleras de la Domus, al atardecer, mientras el funky sonoro y suave de los Loretta inundaba el aire, yo me dediqué a desentrañar cuidadosamente los estilismos de las mujeres que disfrutaban del directo y del cálido sol de la tarde… y me di cuenta de que me pondría muchos, casi todos, de hecho… y que no tenían nada en común unos con otros.

Allí había una mujer joven, más o menos de mi edad, con un maravilloso vestidito años 50 en cuadros vichy negros y blancos, con una enagua de tul rojo asomando bajo la falda. El escote hatler hacía muy estilizados sus hombros y llevaba unas inmensas gafas de sol…

… y yo de repente recordé un vestido similar, aunque con lunares en lugar de estampado vichy, que cuelga en mi armario. Me ha salvado muchas cenas de amigas y me encanta con tacones de corte retro, como ella lo llevaba.


Así que, conclusión: me gusta el estilo lady.

Pero es que unos metros más abajo, sentada con las piernas entrelazadas, una chica de unos 20 años llamó poderosamente mi atención. Llevaba un veraniego vestidito de corte imperio y largo a la rodilla, en color blanco roto, con encajes del mismo tono en el cuello y en las mangas, que eran cortas y algo abullonadas. Calzaba romanas de tacón en color negro y ceñía su melena, aclarada por el sol, con un bandeu negro adornado con una rosa…

…el mismo bandeu que tengo en mi cómoda, y que adquirí en temporada en Bimba & Lola a un precio de chista, creyendo que no me lo pondría jamás. Luego resultó que me sentaba tan bien que pasó a formar parte de mis complementos más utilizados, pero nunca se me había ocurrido ponérmelo con la falda de Eva Orive de color crudo con encaje en el bajo.


Así que, conclusión: me gusta el estilo años 20.

Cuando la teoría de que soy, en resumidas cuentas, una mujer retro, empezaba a calar hondo en mi cabeza, la camiseta de una tercera mujer captó mi mirada. Era un tank top en color verde oliva suave con letras en rosa palo, de Malamujer. Lo llevaba combinado con unos pantalones cargo en negro y con sandalias de cuña de esparto. De su hombro colgaba un bolso en el mismo color que las letras de la camiseta…

… un bolso muy parecido que me compré hace unas semanas, de piel suave, en color rosa empolvado. Por no mencionar que tengo en mi cajonera exactamente la misma camiseta, una compra de esas que no puedes dejar pasar, fruto de la liquidación de una de las mejor boutiques de Coruña, y que me salió por un precio de chiste. Exactamente el mismo modelito que ella levaba, cambiando los cargo por mis jodphur negros, lucía yo el pasado jueves en el concierto que M-Clan dio en la playa de Riazor.


Así que, conclusión: me gusta el estilo moderno y urbanita.

Empezaba yo a hacerme a la idea de que, definitivamente, no hay estilo con el que pueda identificarme al 100%, cuando unas sandalias de tachuelas negras se cruzaron en mi camino. Los pies que las lucían, con sus uñitas pintadas de azul cobalto, sostenían un cuerpo más bien menudo que vestía minifalda vaquera y camiseta negra con calaveras en color blanco. Me encantó aquella camiseta…

… y la verdad es que lo primero que pensé fue que combinaría perfectamente con las sandalias de piel verde y negra que compré el año pasado en Psicodelia. Tienen un tacón medio muy cómodo y una calavera delante, en blanco, muy parecida a las que decoraban la camiseta de aquella chica.


Así que, conclusión: me gusta el estilo rockero.

Total, que cuando ya creía que iba a volverme loca, la mujer que se sentaba delante de mi en la escalinata de la Domus agitó su brazo para jalear al grupo… y un enrome brazalete de plata, cargado de piedras de colores, me saludó desde su muñeca. De repente recordé haber visto un brazalete muy parecido en el brazo de una compañera de profesión, hace a penas una semana, durante una rueda de prensa, y recordé haber pensado…

… “vaya, pues me vendría genial uno así para combinar con el blusón negro con calados que me compré hace un par de años. Con eso, y las sandalias planas tengo el entretiempo de septiembre arreglado”.

Asi que, conclusión: me gusta el estilo hippy-chic.

Y sí, ya sé que parece imposible que una se identifique con ningún otro estilo, pero eso es porque vosotros no estabais allí, y no visteis pasar a aquella chica. Un corte de pelo perfecto, ni largo ni corto, con flequillo de lado; unos zapatos peep toe en negro, con unas uñitas pintadas de rojo intenso asomando de ellos; una camiseta básica en blanco; y una falda corte, de corte evasee, con fondo negro y estampado de flores en rojo y blanco… no podía ser más pop…

… o quizás sí. Quizas sería aún más pop si a ese conjunto le añadiese la diadema roja con margaritas blancas a un lado que descansa en mi tocador. Yo me la pongo con un minidress negro de Pepa Karnero que adorno con un broche en rojo y blanco, y cargo mis muñecas de pulseras de colores.


Asi que, conclusión: me gusta el estilo pop.

Y el grupo seguí tocando, y yo seguía loca dándole vueltas a mi cabeza tratando de definir mi estilo sin resultados coherentes, y llegando, finalmente, a la penosa conclusión con la que comenzaba este post:

Mi estilo no tiene estilo definido.

¿OS PASA A VOSOTR@S LO MISMO?

¿TENEIS UN ESTILO MUY CLARO, O POR EL CONTRARIO VARIAIS VUESTRA FORMA DE VESTIR SEGÚN EL DÍA O EL EVENTO?