ESOS LOCOS BAJITOS -Una de juego de Niños-

“Yo de mayor quiero ser veterinaria, y mi mayor sueño es que el colegio sea “dextruido” por una bomba de “dextrucción””.




Toma del frasco, carrasco.

¿Habéis visto ese vídeo? Pulula por youtube para deleite de propios y extraños y es sencillamente hilarante. En él, una dulce y rubia niña de unos 6 años de edad, con ojillos de pilla y diastema (o sea, con los dientes separados) sonríe a la cámara mientras reconoce tener dos grandes anhelos en esta vida: salvar gatitos y asesinar profesores. Inenarrable. Nota mental: acabo de darme cuenta del enorme parecido físico de esta pequeña psicópata con mi hermana pequeña cuando era niña… y empiezo a comprender muchas cosas…

Es un ejemplo más de que Serrat tenía razón, y los niños no son personas pequeñas, son “locos bajitos”. Como ese otro vídeo, que, además, ha hecho ricos a los padres y, por prescripción notarial, al infante en cuestión, en el que un pequeño mocoso recién salido del dentista alucina pepinillos ante las carcajadas de su progenitor, que directamente se descojona de las ocurrencias de su vástago –Is this real life?, pregunta la criatura-.

A mi, que no quiero ser madre, me encantan los niños. Los encuentro seres excepcionalmente lúcidos y divertidos. Los niños, al menos la mayoría de ellos, son coherentes consigo mismos hasta extremos absurdos. Si algo les gusta, te lo harán saber… y si no les gusta, más. Inventan historias geniales, airean intimidades sin pudor alguno y no tienen miedo al ridículo… coño, es que visto así, son la “Karmele Marchante” perfecta.

Sé que hay quien no soporta esta faceta de la infancia. Esta ausencia de prejuicios y miedos Pero es verdad, los niños son divertidos sólo si eres capaz de ver sus ocurrencias como genialidades y no como locuras.

Mi vida actual está rodeada de niños. Tengo primos todavía infantes, y mis amigas han decidido ponerse de parto todas a una, Fuenteovejuna, con lo que ahora quedar con ellas es como pasar una tarde en un rally, entre coche y coche.

Mientras son bebés son tiernos, tan monos, tan pequeños, tan… aburridos. ¡Es que no hacen nada! A ver, que me gustan, eh, pero a mi cuando de verdad me gustan los niños es entre los 2 y los 7 años (bueno, y de más de 20, pero eso es otro asunto). Ese momento en el que ya son “pequeñas personitas”, graciosísimos y ocurrentes, diciendo siempre cosas geniales e inventando historias increíbles… como la niña del vídeo.

Pero claro, no es lo mismo que esa niña te toque de refilón, siendo la hija de un amigo, o la vecinita del segundo, que tenerla en casa día y noche. ¿Os imagináis el show de convivir con una pequeña psicópata con diastema? Madre mía, que estrés, vivir en esa angustia de no saber cuándo ni cómo pueden llamarte de la guardería para comunicarte que tu hija ha exterminado a todos los profesores… eso es un sinvivir, vamos.

De todos modos, yo creo que la infancia, como la vejez, tienen en ese terreno un punto de locura tierna que me emociona. Los niños creen a pies juntillas que todo lo que cuentan es verdad –lo que no es lo mismo que decir que los niños se creen todo lo que les cuentan, eso no es cierto ni de lejos-.

Por ejemplo, mi primo Oscar, el rey del anecdotario infantil. Cuando era un mico de cuatro años el Gobierno Español aprobó el matrimonio homosexual, algo que, a priori, al niño ni le iba ni le venía, más que nada porque no estaba –ni está- en edad de contraer matrimonio ni con hombres, ni con mujeres, ni con Spiderman.

Pero alguien le dijo a la criatura, posiblemente algún compañero del colegio, o vete tú a saber quién, que ahora se podían casar dos chicos juntos, que no tenía que ser chico y chica. A él le pareció algo curioso, porque no conocía ningún chico casado con otro chico, así que decidió preguntar… a mí, claro.

Miré a sus padres con estupor, y como vi que ellos sonreían y me decían que adelante, que le respondiese, lo hice.



“Pues sí, Oscar, ahora pueden casarse dos chicos, o dos chicas, o chico y chica”.


“Ahhhhh… ¿y para casarse qué hace falta?


“Pues quererse mucho, y gustarse mucho, y pasártelo muy bien con el otro, porque si no te gusta estar con la otra persona, pues es mejor no casarse”.


“Ahhhhh… pues mi amiga Lucía quiere que me case con ella”

“Qué bien, ¿no?


“Ya, pero entonces yo ahora prefiero casarme con mi amigo Pablo, que es el que mejor me cae y con el que mejor me lo paso”.


Y claro, pues no pude decirle ni que sí ni que no… le dije que me parecía fenomenal mientras sus padres se descojonaban de risa, y decidí esperar pacientemente a que las hormonas descontroladas hiciesen mella en su cuerpecito adolescente para que decidiese si de verdad prefería a Lucía o a Pablo.

Pablo, por cierto, sigue siendo su “más mejor amigo”. Y eso que su amistad, además del siempre complicado escollo del matrimonio, tuvo que superar otras muchas y complicadas pruebas. Por ejemplo, el escollo racial. Porque Pablo es negro. Es hijo de nigerianos afincados en España, y por tanto es español, ya de nacimiento, pero ha heredado –lógicamente- la piel chocolate de sus progenitores.

Cuando Pablo entró en el Jardín de Infancia, Oscar flipó. Claro, era el primer ser humano negro de menos de un metro cincuenta que veía, y se sintió extrañado… no sé, debía creer que nacían ya adultos, o yo qué sé.

El caso es que un día, al salir de la guardería, le comentó a su madre:



“Mamá, ¿sabes qué? Tengo un amigo de otro color, y se llama Pablo”


“Ya lo sé, conozco a sus padres”


“Mamá, ¿por qué Pablo es de otro color?”


“Pues porque en el mundo hay gente de muchos colores. Nosotros, por ejemplo, somos más blanquitos, pero hay gente amarilla, o más rosita, y también hay gente negra, como Pablo”.


“Mamá, eso no es verdad”


“¿Cómo que no?”


“No, porque Pablo no es negro, Pablo es marrón”.



Y se quedó tan ancho. Y claro, cómo le explicas tú a ese niño que no se sabe por qué, pero a los negros se les llama negros aunque sean marrones, igual que a los blancos se nos llama blancos aunque seamos más bien color salmón medio podrido... Pues no se lo explicas, le das la razón y a tomar por culo… si total, Pablo va a seguir siendo Pablo.

Entre mis hermanos también hay joyas de la corona, no os creáis, sobre todo mi hermano el pequeño –pequeño de edad, digo, porque ahora me saca como cabeza y media-.

La criatura era independiente ya desde pequeño, y un domingo cualquiera, en que salíamos todos de casa, al cruzar el umbral a mi borther le surgió una duda existencial, y, en plenas facultades, decidió lanzar al aire sus preguntas:


“Oye, papá, y cuando yo me case, María, Natalia y vosotros, ¿a dónde os vais a vivir?”



Toma ya.

Yo siempre he creído que esta convicción era fruto de la confusión que los profesores le causaron de crío, cuando alguien decidió explicarle más o menos gráficamente a un niño de cuatro añitos qué era de eso de la procreación. Se ve que él, en su infinita infancia, pilló el tema más bien a medias, y cuando, al recogerlo del colegio, mi madre le preguntó qué le había contando ese día la profesora, mi hermano respondió muy serio que le habían explicado cómo se hacían los niños. Mi madre, intrigada, preguntó… y esta fue la respuesta:


“La mujer tiene vulva, y el hombre, peine, cuando el peine se pone en órbita y toca la vulva, se hace un niño… bueno, un niño si toca una vez, una niña si toca dos, y si toca tres veces, son gemelos”.


Y al que no le guste, que no mire; le faltó añadir. Yo es que era imaginarme un peine en órbita fabricando niños por arte de birli-birloque y me descojonaba.

Algo que creo que no sucedió a mi madre cuando yo, sí, sí, servidora, hizo una “infantilada” de las que comentamos. Porque sí, queridos míos, yo también he sido infante, y bastante impertinente, como no podía ser de otro modo. Eso sí, era una niña con buen fondo y nunca hice daño a sabiendas, pese a que, en una ocasión, casi logro que le retiren la custodia a mis señores padres.

A ver, la cuestión fue más o menos así.

Yo era una niña muy curiosa, todo lo quería saber, y un domingo cualquiera, mientras mis padres y mis abuelos tomaban “los vinos” después de ir a misa (mis padres iban a misa, ya veis), escuché en la tele del bar algo sobre el alcoholismo.

No tenía ni idea de lo que era un alcohólico. Así que lo pregunté. Y me respondieron que un alcohólico era una persona que bebía alcohol. Lo que no me dijeron era cuánto. Así pues, mi cabeza de niña de cuatro años procesó la siguiente información:


Beber alcohol = Alcohólico


Alcohol = Vino


Mis padres beben vino el domingo después de misa = mis padres son alcoholicos


Vamos, un ejercicio de inteligencia y perspicacia en toda regla, con el agravante de que, para mi mente todavía sin terminar, ser alcohólico no era ni malo, ni bueno. Sencillamente era una condición, como la de hombre, mujer, o perro.

El problema llegó cuando el lunes, en el colegio, llegó el turno de hablar de nuestros padres, y me preguntaron.

“A ver, María por ejemplo, tus padres, ¿qué son?”

Y yo, con una sonrisa de oreja a oreja, respondí

“Mis padres son alcohólicos, seño”. Con un par.


Lo que vino después se resume en: alarma social, gabinete de crisis, la profesora habla con la directora, la directora con mis padres, mis padres vienen corriendo al colegio a desmentir a su querida hijita, muertos de la vergüenza, la directora les explica que el caso es grave, mis padres insisten en que ellos no son alcohólicos… y al final todo queda en agua de borrajas, menos el miedo que mis padres tuvieron de mi desde ese día.

Como comprendereis, con historias para no dormir como esta a mis espaldas, el tema “ser madre” me parece una odiesa en la que no pretendo embarcarme, al menos de momento, premeditadamente. ¿Y si me sale como la niña psicópata con diastema? O pero aún… ¿y si sale como yo? Nonononononono… yo prefiero ser la tía divertida que les ríe las gracias.




SUENA EN MI I-POD: “These boots are made for walking”, en la voz sensual y divertida de Nancy Sinatra. Adoro esa canción!!!

Dedicado a... A Baballa, a mi desaparecida Bacci, y a todas esas madres, bloggers o no, que me cuentan cada día las locuras de sus retoños. Sois mi inspiración, jajajajaja

EN RESUMEN...

Recapitulemos:



El escándalo de la pederastia en el seno de la Iglesia Católica ha levantado ampollas entre algunos sectores, que consideran que la prensa –y por ende, la opinión pública- es más severa con los sacerdotes pederastas que con el resto de los pedófilos… lo que no parece habérseles ocurrido es que, los fontaneros, maestros, jardineros, actores… (que nadie se ofenda, son ejemplos) que practican la pedofilia, no vienen luego a darnos lecciones morales, cosa que si hacen los sacerdotes. Pero ellos no son pederastas, son “efebófilos”, tal y como afirmó Silvano Tomasi, observador permanente del Vaticano ante la ONU. Y además, la culpa no es suya, sino de los pobres niños, que les provocan, según obispo Bernardo Álvarez.

Y yo... me cago en todo lo que se menea, en la puñetera madre que los parió y en esta sociedad –políticos incluidos- que no es capaz de dar el golpe sobre la mesa y limitar de una vez la injerencia de la iglesia en la vida civil, y llevar a tribunales, de mano de una fiscalía fuerte, a todos estos grandísimos hijos de su madre.

Ayer salí del despacho tarde, muy muy muy tarde... y no precisamente porque se me complicase la mañana con actos y eventos. Es que un anciano de cuatrocientos mil años, que vive en una residencia de un municipio cercano, se había “escapado” y se me había atrincherado en el Ayuntamiento. Quería “arreglar unas cosas de una finca”. No sabía dónde estaba ni que año o día era. Es la tercera vez este mes. Harta de tener que enviar siempre a la policía para que le “devolviese” a su casa, llamé a la residencia, donde me dijeron que este señor era legalmente capaz, y que por tanto no podían obligarle a nada. Y que, lo mismo que se había ido, que volviese. Llame pues a su hija, que me dijo que “qué quieres que haga yo”… que estaba “fuera de Coruña” (concretamente a 20 kilómetros, 20 minutos en coche, 15 euros de taxi), y que, o bien le metiese en un taxi, que ya pagaría él, o bien lo llevase la policía, que “para eso pago impuestos”. Me cabreé tanto que le dije que, o bien venía a por él, o llamaba a la Guardia Civil y la denunciaba por abandono. Llegó dos horas más tarde… debió venir andando, supongo.

Y yo… sólo espero que si algún día tengo hijos, sean más humanos. Y me enorgullezco de haber sido mejor persona que esta “señora” cuando mis padres estuvieron enfermos, y de no haber sido capaz de marcharme del despacho hasta que esta “señora” vino a por el anciano que llama “papá”.

Me he cortado el pelo, y no ha sido a propósito. Ha sido porque, en una conocida peluquería, entendieron que “retoca las puntas” era sinónimo de “déjame como al príncipe de beckelar”. Para arreglar el desaguisado, la única solución ha sido cortar. Ahora tengo el corte de Mia Farrow en “Rosemary´s Baby”, y me planteo seriamente llevar el mismo color. Portque oye, ya que hay que cambiar...

Y yo… pienso que menos mal que no se les ocurrió cobrarme, porque les demando. No me veo mal, la verdad… de hecho, hasta me gusta. Pero no lo he hecho porque me apeteciese y me cabrea. Y no me da pena que la peluquera se quedase chafada y algo “jodida” por mi cabreo y mis gritos de ese día. Lo siento.

No me digáis que el mundo no es como para salir corriendo de él… menos mal que me queda el consuelo de que…

La justicia todavía puede actuar en el caso de los pederastas de la iglesia, y las familias y afectados pueden unirse y reclamar que el tiempo, y el poder judicial, ponga a cada uno donde merece.


Aún existen hijos que cuidarían de sus padres, incluso aunque estos hayan sido unos grandísimos cabrones. Y yo soy uno de ellos (y los míos fueron unos padres maravillosos, porque fueron personas maravillosas)

Siempre he tenido cara de pelo corto… y todo el mundo dice que me queda genial. En fin…




SUENA EN MI I-POD: Es el tema perfecto para esta “mini entrada”. He vuelto a escucharlo después de muchos años y cada día me parece una letra más acertada. Adoro el “Human” de The Pretenders. Está en su disco de 1998, “Viva el amor”. Temazo donde los haya.

LÁNGUIDAS, ETEREAS Y ASQUEROSAMENTE SEXIES... un post sobre la envidia


Llevaba un vestido rojo con tirantes muy finitos y escote en v, y con ese largo extraño que no es ni largo ni corto. Me recordaba a uno negro que tuve hace años, el que llevé a la boda de mi amiga Pe… pero a mi, claro, no me quedaba así.



El pelo lo llevaba semirecogido, largo y algo fosco. Y en los pies calzaba algo parecido a botas de marinero, feas y toscas… y estaba divina.

Leonor Walting puso la voz al concierto de Marlango el pasado viernes en Coruña, y puso mi cabeza a funcionar.

La primavera ha llegado y el tiempo obliga: tirantes, jeans, vestiditos, sandalias… ese aire fresco en lo estético que me encanta y que nunca he sabido adaptar correctamente a mis estilismos. Yo no soy carne de verano, tal vez porque me sobran carnes, pero como soy como las plantas, necesito hacer la fotosíntesis frente al son primaveral, y aquí me tenéis, escribiendo al sol en mi portátil y escuchando el último disco de Pereza.


A mi las mujeres como la Walting me producen una mezcla de desasosiego y envidia cochina que no sé identificar correctamente. Curiosamente, las féminas que despiertan en mi esta inseguridad primigenia y casi escolar suelen pertenecer al ámbito musical. A lo peor es porque yo siempre he sido una cantante frustrada, por mi pánico escécino y mi voz poco propensa al rock, mi género favorito. Yo tengo más voz de cantante melódica, algo que aborrezco y que la directora del coro del colegio me obligaba a explotar hasta la extenuación “somewhere, over the rainbown…”

En fin, a lo que iba. Con la Walting me pasa como con Lourdes, la cantante de Russian Red, o como con Cristina Rosenvinge. Son tan perfectas en su imperfección que me apabullan.

Hace unos meses, mientras preparábamos los disfraces para una fiesta de carnaval de temática ochentena tomando unas copas en un bar, alguien dijo que a mi me pegaba disfrazarme de la Rosenvinge. Deduzco que lo hizo movido por el amor incondicional y la miopía galopante, o porque me gustaba mucho aquello de “Cristina y los subterráneos”, pero ahí estaba S. dispuesto a sacarme de mi ensoñación. Se rió, se descojonó, diría más bien, ante la ocurrencia del otro bando, y dijo entre carcajadas “sí, por lo lánguida y etérea que es, no te jode”.



Qué crueles son los amigos, joder. S., cuando leas esto –que sé que lo lees-… tengo que darte la razón y lo sabes.

Es una de esas frustraciones infantiles que jamás podré explicar y que han llegado a mi vida adulta instaladas en ese feudo de mi psique que me empeño en no sacar a pasear. Yo siempre he querido ser esa mujer etérea y lánguida, con cara de tener un pasado atormentado, y con esa fuerza en la mirada que te obliga a bajar la vista si las miras directamente a los ojos, no vaya a ser que te transformen en estatua de sal. Callada y misteriosa, habla poco pero sentencia, y pese a que parece frágil y delicada, si la miras con detenimiento tienes la extraña sensación de que ese ser casi élfico podría noquearte con un solo gancho de derechas. O sea, todo lo que yo no soy. Empezando por callada.

Me encandilan y a la vez me torturan esas mujeres con aspecto casi onírico, delgadas pero con formas, capaces de plantarse un vestidito de flores con unas Martins y salir a la calle a comerse al mundo, y de paso a un par de tíos buenos que babearán a su paso. Normal, babeo hasta yo, que soy mujer y hetero, no van a babear ellos.

No suelen ser la más despampanante, ni la más guapa, tampoco la más sexy ni la más divertida, pero son el centro de atención con su sola presencia, y van tan sobradas de carisma que ni se esfuerzan en demostrarlo. Aquí estoy yo y si no te vale, tú mismo. Cómo envidio ese “je ne se quoi” que las adorna.

Hubo una etapa en mi vida –hace tanto que parecen siglos- en que ese imán femenino me atrapaba de tal forma que me empeñé en ser lo que no soy. Ahora ya sólo me limito a adorarlas y envidiarlas, imitarlas, he descubierto, queda lejos de mi alcance.

Yo soy directa y me río en voz alta. Hablo deprisa y mucho… bueno, vale, demasiado. No tengo secretos ni podría tenerlos, porque como todo lo largo… me sobran cinco quilos y cinco quintales de ropa en el armario, y jamás me pondría botas de trekking con un vestido de noche… claro que tampoco me podría un vestido de noche como ese, porque parecería un espantapájaros sobrehormonado. Mi profundidad emocional puede ser enorme, pero generalmente es la de un charco: soy más simple que un anillo, que decía Neruda. Me gusta mucho comer, y la cerveza helada y cuando me emborracho me río todavía más alto.  Bailo delante de los espejos y canto en voz alta en el coche, y si se ha roto algo en casa, no hay duda: he sido yo. No puedo entrar en un sitio y llamar la atención por mi charm, pero es probable que la llame tropezando estrepitosamente con la silla de la entrada. Y digo tacos. Muchos. Y muy alto.

Más o menos así me veo yo. Bueno, y casi todo el mundo que me conoce.

Como comprenderéis, soy la antítesis del estilo afrancesado y casi intocable que desprenden esas mujeres de las que hablo. Mis musas,  mis ensoñaciones, que se mueven sin pisar el suelo, comen bocadillos orgánicos y viven en buhardillas el centro de grandes ciudades rodeadas de ese caos en orden que es el ser bohemio. Qué asco de envidia me está entrando poco a poco.

Yo, queridos míos, nací para ser una Verbeke, pese a desear con todas mis fuerzas ser una Walting. He ahí una realidad con la que debo aprender  vivir. Pero pese a todo he de reconocer que con los años he aprendido a tolerarme y hasta a gustarme en según qué momentos. Claro que igual a mi terapia de autoestima no le va bien que me plante en un teatro a ver a la Walting y sus compiches dar un buen concierto cuando llevo puestos unos vaqueros que empiezan a apretarme y una camiseta amplia. Al menos mis zapatos eran divinos, y no esas botas horrorosas. El que no se consuela…



SUENA EN MI I-POD: Tigers, un tema del primer disco de Marlango que me encantaba, me encanta y me encantará, y que cerró su concierto de Coruña.